LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 69
residente, Todavía acabamos los tres en un cartel de ésos, pensó,
como pareja joven tendrían a Marta y al marido, el abuelo sería yo si
fuesen capaces de convencerme, abuela no hay, murió hace tres años,
por ahora faltan los nietos, pero en su lugar podríamos poner a
Encontrado en la fotografía, un perro siempre queda bien en los
anuncios de familias felices, por muy extraño que parezca, tratándose
de un irracional, confiere un toque sutil, aunque fácilmente
reconocible, de superior humanidad. Cipriano Algor giró la furgoneta
hacia la calle de la derecha, paralela al Centro, mientras iba pensando
que no, que no podría ser, que en el Centro no aceptan perros ni
gatos, quizá pájaros enjaulados, periquitos, canarios, jilgueros, picos
de coral, y sin duda peces de acuario, sobre todo si son tropicales, de
esos que tienen muchas aletas, gatos no, y perros todavía menos, era
lo que nos faltaba, abandonar otra vez a Encontrado, con una vez es
suficiente, en este momento se entrometió en el pensamiento de
Cipriano Algor la imagen de Isaura Estudiosa junto al muro del
cementerio, después con el cántaro apretado contra el pecho, después
diciendo adiós desde la puerta, pero así como apareció tuvo que
desaparecer, ya ve enfrente la entrada del piso subterráneo donde se
dejan las mercancías y donde el jefe del departamento de compras
comprueba los albaranes y las facturas y decide acerca de lo que entra
y no entra.
Aparte del camión que estaba siendo descargado, sólo había otros dos
a la espera de turno. El alfarero calculó que, en buena lógica,
considerando que no venía para entregar mercancías, estaba exento
de ocupar un lugar en la fila de camiones. El asunto que traía era de la
competencia exclusiva del jefe del departamento, no para ser
negociado con empleados subalternos y en principio reticentes, luego
sólo tendría que presentarse en el mostrador y anunciar a lo que
venía. Estacionó la furgoneta, tomó los papeles y, con un paso que
parecía firme pero en el que un observador atento reconocería los
efectos de los temblores de las piernas en el equilibrio del cuerpo,
cruzó el pavimento salpicado de antiguas y recientes manchas de
aceite hasta el mostrador de atención, saludó a quien atendía con
educadas buenas tardes y solicitó hablar con el jefe del departamento.
El empleado llevó el requerimiento verbal, volvió en seguida, Ya viene,
dijo. Tuvieron que pasar diez minutos antes de que apareciese
finalmente, no el jefe requerido, sino uno de los subjefes. A Cipriano
Algor no le satisfizo tener que contar su historia a alguien que, por lo
general, no tiene otra utilidad en el organigrama y en la práctica que
servir de parapeto a quien jerárquicamente esté por encima. Le salvó
que a la mitad de la explicación el propio subjefe comprendiera que
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