LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | страница 65
Encontrado como sabemos que ya le quiere Cipriano. El alfarero había
dejado atrás el pueblo, las tres casas aisladas que nadie vendrá a
levantar de la ruina, ahora bordea la ribera sofocada de podredumbre,
atravesará los campos descuidados, el bosque abandonado, han sido
tantas las veces que ha hecho este camino que apenas repara en la
desolación que lo cerca, pero hoy tiene dos motivos de preocupación
que justifican su aire absorto, uno de ellos, la diligencia comercial que
lo lleva al Centro, no necesita, obviamente, mención particular, pero el
otro, que no se sabe durante cuánto tiempo seguirá afectándolo, es lo
que más le está desasosegando el espíritu, ese impulso realmente
inesperado e inexplicable, al pasar junto a la entrada de la calle donde
vive Isaura Estudiosa, de acercarse a saber noticias del cántaro, si el
uso habría denunciado algún oculto defecto, si goteaba, si conservaba
el agua fresca. Evidentemente Cipriano Algor no conoce a esta vecina
ni desde hoy ni desde ayer, sería imposible que viviera alguien en el
pueblo a quien él, por razones de oficio, no conociese, y, aunque
nunca hubiesen existido, propiamente hablando, lo que se llama
relaciones de amistad con esa familia, los Algores padre e hija habían
acompañado al cementerio el cortejo del difunto Joaquín Estudioso,
que suyo era el apellido por el cual Isaura, que vino de una aldea
apartada para casarse aquí, pasó también, como es de uso en los
pueblos, a ser conocida. Cipriano Algor recordaba haberle dado el
pésame a la salida del cementerio, en el mismo sitio donde meses
después volverían a encontrarse para intercambiar impresiones y
promesas acerca de un cántaro partido. Era sólo una viuda más en el
pueblo, otra mujer que iría vestida de luto riguroso durante seis
meses, y otros seis de luto aliviado a continuación, y suerte que tenía,
porque hubo un tiempo en que el riguroso y el aliviado, cada uno,
pesaron sobre el cuerpo femenino, y, vaya usted a saber, sobre el
alma, un año entero de días y de noches, sin hablar de esas mujeres a
quienes, por viejas, la ley de la costumbre obligaba a vivir cubiertas de
negro hasta el último de sus propios días. Se preguntaba Cipriano
Algor si en el largo intervalo entre los dos encuentros en el cementerio
habría hablado alguna vez con Isaura Estudiosa, y la respuesta le
sorprendió, Si ni siquiera la he visto, y era cierto, aunque no nos debe
extrañar la aparente singularidad de la situación, en los asuntos donde
gobierna la casualidad tanto da que se viva en una ciudad de diez
millones de habitantes como en una aldea de pocas centenas de
vecinos, sólo ocurre lo que tenga que ocurrir. En este momento el
pensamiento de Cipriano Algor quiso desviarse hacia Marta, estuvo a
punto de responsabilizarla otra vez de las fantasías que le daban
vueltas en la cabeza, pero su imparcialidad, su honestidad de juicio,
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