LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 30
conocer bien al marido que le tocó en el juego de poner y quitar a que
casi siempre se reduce la vida conyugal, le dedica todo su afecto de
esposa, incluso no se mostraría reluctante, suponiendo que el interés
del relato exigiera profundizar en su intimidad, a hacer uso de una
extrema vehemencia al respondernos que lo ama, pero no es persona
para engañarse a sí misma, así que es más que probable, si
llevásemos tan lejos la insistencia, que acabara confesando que a
veces él le parece demasiado prudente, por no decir calculador,
suponiendo que a área tan negativa de la personalidad osáramos
dirigir la indagación. Tenía la certeza de que el marido se retiró
contrariado de la conversación, de que le estaría ya inquietando la
perspectiva de un encuentro con el jefe del departamento de compras,
y no por timidez o modestia de inferior, verdaderamente Marcial Gacho
siempre ha tenido a gala proclamar que le disgusta llamar la atención
cuando no se trata de asuntos de trabajo, sobre todo, añadirá quien
piense conocerlo, si se da la circunstancia de que esos asuntos no le
aportan beneficio. Finalmente, la tal buena idea que Marta creyó tener
sólo pareció buena porque, en aquel momento, como dijo el padre, era
la única posible. Cipriano Algor estaba en la cocina, no pudo oír los
fragmentos del discurso, sueltos e inconexos, emitidos por el yerno,
pero fue como si los hubiese leído todos, y rellenado los vacíos, en el
rostro abatido de la hija, cuando, un largo minuto después, ella salió
del cuarto. Y como no merece la pena cansar la lengua por tan poco, ni
siquiera perdió tiempo preguntándole Entonces, fue ella quien le
comunicó lo obvio, Hablará con el jefe del departamento, que tampoco
para decir esto necesitaba Marta cansarse, dos miradas bastarían. La
vida es así, está llena de palabras que no valen la pena, o que valieron
y ya no valen, cada una de las que vamos diciendo le quitará el lugar a
otra más merecedora, que lo sería no tanto por sí misma, sino por las
consecuencias de haberla dicho. La cena transcurrió en silencio,
silenciosas fueron las dos horas pasadas después ante la televisión
indiferente, en un determinado momento, como viene sucediendo con
frecuencia en los últimos meses, Cipriano Algor se durmió. Tenía el
entrecejo fruncido con una expresión de enfado, como si, al mismo
tiempo que dormía, estuviese recriminándose por haber cedido tan
fácilmente al sueño, cuando lo justo y equitativo sería que la irritación
y el disgusto lo mantuvieran despierto de noche y de día, el disgusto
para que sufriese plenamente la injuria, la irritación para hacerle
soportable el sufrimiento. Expuesto así, desarmado, con la cabeza
caída hacia atrás, la boca medio abierta, perdido de sí mismo,
presentaba la imagen lacerante de un abandono sin salvación, como
un saco roto que dejara escapar por el camino lo que llevaba dentro.
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