LA CAVERNA DE SARAMAGO Saramago, Jose - La caverna | Page 19
El alfarero paró la furgoneta, bajó los cristales de un lado y de otro, y
esperó que alguien viniese a robarle. No es raro que ciertas
desesperaciones de espíritu, ciertos golpes de la vida empujen a la
víctima a decisiones tan dramáticas como ésta, cuando no peores.
Llega un momento en que la persona trastornada o injuriada oye una
voz gritándole dentro de su cabeza, Perdido por diez, perdido por cien,
y entonces es según las particularidades de la situación en que se
encuentre y el lugar donde ella lo encuentra, o gasta el último dinero
que le quedaba en un billete de lotería, o pone sobre la mesa de juego
el reloj heredado del padre y la pitillera de plata que le regaló la
madre, o apuesta todo al rojo a pesar de haber visto salir ese color
cinco veces seguidas, o salta solo de la trinchera y corre con la
bayoneta calada contra la ametralladora del enemigo, o para esta
furgoneta, baja los cristales, abre después las puertas, y se queda a la
espera de que, con las porras de costumbre, las navajas de siempre y
las necesidades de la ocasión, lo venga a saquear la gente de las
chabolas, Si no lo quisieron ellos, que se lo lleven éstos, fue el último
pensamiento de Cipriano Algor. Pasaron diez minutos sin que nadie se
aproximase para cometer el ansiado latrocinio, un cuarto de hora se
fue sin que ni siquiera un perro vagabundo hubiese subido hasta la
carretera a orinar en una rueda y olisquear el contenido de la
furgoneta, y ya iba vencida media hora cuando finalmente se aproximó
un hombre sucio y mal encarado que preguntó al alfarero, Tiene algún
problema, necesita ayuda, le doy un empujoncito, puede ser cosa de la
batería. Ahora bien, si hasta incluso los ánimos más fuertes tienen
momentos de irresistible debilidad, que es cuando el cuerpo no
consigue comportarse con la reserva y la discreción que el espíritu
durante años le ha ido enseñando, no deberemos extrañarnos de que
la oferta de auxilio, para colmo procedente de un hombre con toda la
pinta de asaltante habitual, hubiese tocado la cuerda más sensible de
Cipriano Algor hasta el punto de hacerle asomar una lágrima en el
rabillo del ojo, No, muchas gracias, dijo, pero a continuación, cuando
el obsequioso cirineo ya se apartaba, saltó de la furgoneta, corrió a
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