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La casa de los espíritus
Isabel Allende
cuñada, Férula pasó por su lado y salió por donde mismo había entrado, cerrando la
puerta a sus espaldas con suavidad. En el comedor quedó la familia inmóvil, como en
una pesadilla. De pronto la Nana comenzó a temblar tan fuerte, que se le cayeron los
cucharones de la ensalada y el ruido de la plata al chocar contra el parquet los
sobresaltó a todos. Clara abrió los ojos. Seguía respirando con dificultad y le caían
lágrimas silenciosas por las mejillas y el cuello, manchándole la blusa.
-Férula ha muerto -anunció.
Esteban Trueba soltó los cubiertos de trinchar el asado sobre el mantel y salió
corriendo del comedor. Llegó hasta la calle llamando a su hermana, pero no encontró
ni rastro de ella. Entretanto Clara ordenó a un sirviente que fuera a buscar los abrigos
y cuando su esposo regresó, estaba colocándose el suyo y tenía las llaves del
automóvil en la mano.
-Vamos donde el padre Antonio -le dijo.
Hicieron el camino en silencio. Esteban conducía con el corazón oprimido, buscando
la antigua parroquia del padre Antonio en esos barrios de pobres donde hacía muchos
años que no ponía los pies. El sacerdote estaba pegando un botón a su raída sotana
cuando llegaron con la noticia de que Férula había muerto.
-¡No puede ser! -exclamó-. Yo estuve con ella hace dos días y estaba en buena
salud y con buen ánimo.
-Llévenos a su casa, padre, por favor -suplicó Clara-. Yo sé por qué se lo digo. Está
muerta.
Ante la insistencia de Clara, el padre Antonio los acompañó. Guió a Esteban por
unas calles estrechas hasta el domicilio de Férula. Durante esos años de soledad, ella
había vivido en uno de aquellos conventillos donde iba a rezar el rosario contra la
voluntad de los beneficiados en los tiempos de su juventud. Tuvieron que dejar el
coche a varias cuadras de distancia, porque las calles fueron haciéndose más y más
estrechas, hasta que comprendieron que estaban hechas para andar sólo a pie o en
bicicleta. Se internaron caminando, evitando los charcos de agua sucia que desbordaba
de las acequias, sorteando la basura apilada en montones donde los gatos escarbaban
como sombras sigilosas. El conventillo era un largo pasaje de casas ruinosas, todas
iguales, pequeñas y humildes viviendas de cemento, con una sola puerta y dos
ventanas, pintadas de parduzcos colores, desvencijadas, comidas por la humedad, con
alambres tendidos a través del pasaje, donde en el día se colgaba la ropa al sol, pero a
esa hora de la noche, vacíos, se mecían imperceptiblemente. En el centro de la
callejuela había un único pilón de agua para abastecer a todas las familias que vivían
allí y sólo dos faroles alumbraban el corredor entre las casas. El padre Antonio saludó a
una vieja que se hallaba junto al pilón de agua esperando que se llenara un balde con
el chorro miserable que salía del grifo.
-¿Ha visto a la señorita Férula? -preguntó.
-Debe estar en su casa, padre. No la he visto en los últimos días -dijo la vieja.
El padre Antonio señaló una de las viviendas, igual a las demás, triste, descascarada
y sucia, pero la única que tenía dos tarros colgando junto a la puerta donde crecían
unas pequeñas matas de cardenales, la flor del pobre. El sacerdote golpeó la puerta.
-¡Entren, no más! -gritó la vieja desde el pilón-. La señorita nunca pone llave en la
puerta. ¡Ahí no hay nada que robar!
Esteban Trueba abrió llamando a su hermana, pero no se atrevió a entrar. Clara fue
la primera en cruzar el umbral. Adentro estaba oscuro y les salió al encuentro el
inconfundible aroma de lavanda y de limón. El padre Antonio encendió un fósforo. La
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