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La casa de los espíritus
Isabel Allende
piedras lustrosas del fondo. Pero había cosas que ya no compartían como antes.
Aprendieron a tenerse vergüenza. Ya no competían para ver quién era capaz de hacer
el charco más grande de orina y Blanca no le habló de aquella materia oscura que le
manchaba los calzones una vez al mes. Sin que nadie se lo dijera, se dieron cuenta de
que no podían tener familiaridades delante de los demás. Cuando Blanca se ponía su
ropa de señorita y se sentaba en las tardes en la terraza a beber limonada con su
familia, Pedro Tercero la observaba de lejos, sin acercarse. Comenzaron a ocultarse
para sus juegos. Dejaron de andar tomados de la mano a la vista de los adultos y se
ignoraban para no atraer su atención. La Nana respiró más tranquila, pero Clara
empezó a observarlos más cuidadosamente.
Terminaron las vacaciones y los Trueba regresaron a la capital cargados de frascos
de dulces, compotas, cajones de fruta, quesos, gallinas y conejos en escabeche, cestos
con huevos. Mientras acomodaban todo en los coches que los llevarían al tren, Blanca
y Pedro Tercero se escondieron en el granero para despedirse. En esos tres meses
habían llegado a amarse con aquella pasión arrebatada que los trastornó durante el
resto de sus vidas. Con el tiempo ese amor se hizo más invulnerable y persistente,
pero ya entonces tenía la misma profundidad y certeza que lo caracterizó después.
Sobre una pila de grano, aspirando el aromático polvillo del granero en la luz dorada y
difusa de la mañana que se colaba entre las tablas, se besaron por todos lados, se
lamieron, se mordieron, se chuparon, sollozaron y bebieron las lágrimas de los dos, se
juraron eternidad y se pusieron de acuerdo en un código secreto que les serviría para
comunicarse durante los meses de separación.
Todos los que vivieron aquel momento, coinciden en que eran alrededor de las ocho
de la noche cuando apareció Férula, sin que nada presagiara su llegada. Todos
pudieron verla con su blusa almidonada, su manojo de llaves en la cintura y su moño
de solterona, tal como la habían visto siempre en la casa. Entró por la puerta del
comedor en el momento en que Esteban comenzaba a trinchar el asado y la
reconocieron inmediatamente, a pesar de que hacía seis años que no la veían y estaba
muy pálida y mucho más anciana. Era un sábado y los mellizos, Jaime y Nicolás,
habían salido del internado a pasar el fin de semana con su familia, de modo que
también estaban allí. Su testimonio es muy importante, porque eran los únicos
miembros de la familia que vivían alejados por completo de la mesa de tres patas,
preservados de la magia y el es piritismo por su rígido colegio inglés. Primero sintieron
un frío súbito en el comedor y Clara ordenó que cerraran las ventanas, porque pensó
que era una corriente de aire. Luego oyeron el tintineo de las llaves y casi enseguida
se abrió la puerta y apareció Férula, silenciosa y con una expresión lejana, en el mismo
instante en que entraba la Nana por la puerta de la cocina, con la fuente de la
ensalada. Esteban Trueba se quedó con el cuchillo y el tenedor de trinchar en el aire,
paralizado por la sorpresa, y los tres niños gritaron ¡tía Férula! casi al unísono. Blanca
alcanzó a pararse para ir a su encuentro, pero Clara, que se sentaba a su lado, estiró
la mano y la sujetó de un brazo. En realidad Clara fue la única que se dio cuenta a la
primera mirada de lo que estaba ocurriendo, debido a su larga familiaridad con los
asuntos sobrenaturales, a pesar de que nada en el aspecto de su cuñada delataba su
verdadero estado. Férula se detuvo a un metro de la mesa, los miró a todos con ojos
vacíos e indiferentes y luego avanzó hacia Clara, que se puso de pie, pero no hizo
ningún ademán de acercarse, sino que cerró los ojos y comenzó a respirar
agitadamente, como si estuviera incubando uno de sus ataques de asma. Férula se
acercó a ella, le puso una mano en cada hombro y la besó en la frente con un beso
breve. Lo único que se escuchaba en el comedor era la respiración jadeante de Clara y
el campanilleo metálico de las llaves en la cintura de Férula. Después de besar a su
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