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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Ese fue el año del tifus exantemático. Comenzó como otra calamidad de los pobres y
pronto adquirió características de castigo divino. Nació en los barrios de los indigentes,
por culpa del invierno, de la desnutrición, del agua sucia de las acequias. Se juntó con
la cesantía y se repartió por todas partes. Los hospitales no daban abasto. Los
enfermos deambulaban por las calles con los ojos perdidos, se sacaban los piojos y se
los tiraban a la gente sana. Se regó la plaga, entró a todos los hogares, infectó los
colegios y las fábricas, nadie podía sentirse seguro. Todos vivían con miedo,
escrutando los signos que anunciaban la terrible enfermedad. Los contagiados
empezaban a tiritar con un frío de lápida en los huesos y a poco eran presas del
estupor. Se quedaban como imbéciles, consumiéndose en la fiebre, llenos de manchas,
cagando sangre, con delirios de fuego y de naufragio, cayéndose al suelo, los huesos
de lana, las piernas de trapo y un gusto de bilis en la boca, el cuerpo en carne viva,
una pústula roja al lado de otra azul y otra amarilla y otra negra, vomitando hasta las
tripas y clamando a Dios que se apiade y que los deje morir de una vez, que no
aguantan más, que la cabeza les revienta y el alma se les va en mierda y espanto.
Esteban propuso llevar a toda la familia al campo, para preservarla del contagio,
pero Clara no quiso oír hablar del asunto. Estaba muy ocupada socorriendo a los
pobres en una tarea que no tenía principio ni fin. Salía muy temprano y a veces
llegaba cerca de la medianoche. Vació los armarios de la casa, quitó la ropa a los
niños, las frazadas de las camas, las chaquetas a su marido. Sacaba la comida de la
despensa y estableció un sistema de envíos con Pedro Segundo García, quien mandaba
desde Las Tres Marías quesos, huevos, cecinas, frutas, gallinas, que ella distribuía
entre sus necesitados. Adelgazó y se veía demacrada. En las noches volvió a caminar
sonámbula.
La ausencia de Férula se sintió como un cataclismo en la casa y hasta la Nana, que
siempre había deseado que ese momento llegara algún día, se conmovió. Cuando
comenzó la primavera y Clara pudo descansar un poco, aumentó su tendencia a evadir
la realidad y perderse en el ensueño. Aunque ya no contaba con la impecable
organización de su cuñada para barajar el caos de la gran casa de la esquina, se
despreocupó de las cosas domésticas. Delegó todo en manos de la Nana y de los otros
empleados y se sumió en el mundo de los aparecidos y de los experimentos psíquicos.
Los cuadernos de anotar la vida se embrollaron, su caligrafía perdió la elegancia de
convento, que siempre tuvo, y degeneró en unos trazos despachurrados que a veces
eran tan minúsculos que no se podían leer y otras tan grandes que tres palabras
llenaban la página.
En los años siguientes se juntó alrededor de Clara y las tres hermanas Mora un
grupo de estudiosos de Gourdieff, de rosacruces, de espiritistas y de bohemios
trasnochados que hacían tres comidas diarias en la casa y que alternaban su tiempo
entre consultas perentorias a los espíritus de la mesa de tres patas y la lectura de los
versos del último poeta iluminado que aterrizaba en el regazo de Clara. Esteban
permitía esa invasión de estrafalarios; porque hacía mucho tiempo que se dio cuenta
que era inútil interferir en la vida de su mujer. Decidió que por lo menos los niños
varones debían estar al margen de la magia, de modo que Jaime y Nicolás fueron
internos a un colegio inglés victoriano, donde cualquier pretexto era bueno para
bajarles los pantalones y darles varillazos por el trasero, especialmente a Jaime, que
se burlaba de la familia real británica y a los doce años estaba interesado en leer a
Marx, un judío que provocaba revoluciones en todo el mundo. Nicolás heredó el
espíritu aventurero del tío abuelo Marcos y la propensión de fabricar horóscopos y
descifrar el futuro de su madre, pero eso no constituía un delito grave en la rígida
formación del colegio, sino sólo una excentricidad, así es que el joven fue mucho
menos castigado que su hermano.
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