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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-Que le haga llegar a mi hermana todos los meses un sobre que yo le entregaré. No
quiero que tenga necesidades económicas. Y le aclaro que no lo hago por cariño sino
por cumplir una promesa.
El padre Antonio recibió el primer sobre con un suspiro y esbozó el gesto de dar la
bendición, pero Esteban ya había dado media vuelta y salía. No dio ninguna explicación
a Clara de lo que había ocurrido entre su hermana y él. Le anunció que la había echado
de la casa, que le prohibía volver a mencionarla en su presencia y le sugirió que si
tenía algo de decencia, tampoco la mencionara a sus espaldas. Hizo sacar su ropa y
todos los objetos que pudieran recordarla y se hizo el ánimo de que había muerto.
Clara comprendió que era inútil hacerle preguntas. Fue al costurero a buscar su
péndulo, que le servía para comunicarse con los fantasmas y que usaba como
instrumento de concentración. Extendió un mapa de la ciudad en el suelo y sostuvo el
péndulo a medio metro y esperó que las oscilaciones le indicaran la dirección de su
cuñada, pero después de intentarlo durante toda la tarde, se dio cuenta que el sistema
no resultaría si Férula no tenía un domicilio fijo. Ante la ineficacia del péndulo para
ubicarla, salió a vagar en coche, esperando que su instinto la guiara, pero tampoco
esto dio resultado.
Consultó la mesa de tres patas sin que ningún espíritu baqueano apareciera para
conducirla donde Férula a través de los vericuetos de la ciudad, la llamó con el
pensamiento y no obtuvo respuesta y tampoco las cartas del Tarot la iluminaron.
Entonces decidió recurrir a los métodos tradicionales y comenzó a buscarla entre las
amigas, interrogó a los proveedores y a todos los que tenían tratos con ella, pero nadie
la había vuelto a ver. Sus averiguaciones la llevaron por último donde el padre
Antonio.
-No la busque más, señora dijo el sacerdote-. Ella no quiere verla.
Clara comprendió que ésa era la causa por la cual no habían funcionado ninguno de
sus infalibles sistemas de adivinación.
-Las hermanas Mora tenían razón -se dijo-. No se puede encontrar a quien no quiere
ser encontrado.
Esteban Trueba entró en un período muy próspero. Sus negocios parecían tocados
por una varilla mágica. Se sentía satisfecho de la vida. Era rico, tal como se lo había
propuesto una vez. Tenía la concesión de otras minas, estaba exportando fruta al
extranjero, formó una empresa constructora y Las Tres Marías, que había crecido
mucho en tamaño, estaba convertida en el mejor fundo de la zona. No lo afectó la
crisis económica que convulsionó al resto del país. En las provincias del Norte la
quiebra de las salitreras había dejado en la miseria a miles de trabajadores. Las
famélicas tribus de cesantes, que arrastraban a sus mujeres, sus hijos, sus viejos,
buscando trabajo por los caminos, habían terminado por acercarse a la capital y
lentamente formaron un cordón de miseria alrededor de la ciudad, instalándose de
cualquier manera, entre tablas y pedazos de cartón, en medio de la basura y el
abandono. Vagaban por las calles pidiendo una oportunida d para trabajar, pero no
había trabajo para todos y poco a poco los rudos obreros, adelgazados por el hambre,
encogidos por el frío, harapientos, desolados, dejaron de pedir trabajo y pidieron
simplemente una limosna. Se llenó de mendigos. Y después de ladrones. Nunca se
habían visto heladas más terribles que las de ese año. Hubo nieve en la capital, un
espectáculo inusitado que se mantuvo en primera plana de los periódicos, celebrado
como una noticia festiva, mientras en las poblaciones marginales amanecían los niños
azules, congelados. Tampoco alcanzaba la caridad para tantos desamparados.
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