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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Y así fue.
El doctor Cuevas, a quien Clara le había finalmente perdido el miedo, calculaba que
e1 alumbramiento debía producirse a mediados de octubre, pero a principios de
noviembre Clara seguía bamboleando una panza enorme, en estado semisonámbulo,
cada vez más distraída y cansada, asmática, indiferente a todo lo que la rodeaba,
incluso su marido, a quien a veces ni siquiera reconocía y le preguntaba ¿qué se le
ofrece? cuando lo veía a su lado. Una vez que el médico descartó cualquier posible
error en sus matemáticas y fue evidente que Clara no tenía ninguna intención de parir
por la vía natural, procedió a abrir la barriga a la madre y sustraer a Blanca, que
resultó ser una niña más peluda y fea que lo usual. Esteban sufrió un escalofrío cuando
la vio, convencido de que había sido burlado por el destino y en vez del Trueba
legítimo que le prometió a su madre en el lecho de muerte, había engendrado un
monstruo y, para colmo, de sexo femenino. Revisó a la niña personalmente y
comprobó que tenía todas sus partes en el sitio correspondiente, al menos aquellas
visibles al ojo humano. El doctor Cuevas lo consoló con la explicación de que el aspecto
repugnante de la criatura se debía a que había pasado más tiempo que lo normal
dentro de su madre, al sufrimiento de la cesárea y a su constitución pequeña, delgada,
morena y algo peluda. Clara, en cambio, estaba encantada con su hija. Pareció
despertar de un largo sopor y descubrir la alegría de estar viva. Tomó a la niña en los
brazos y no la soltó más, andaba con ella prendida al pecho, dándole de mamar en
todo momento, sin horario fijo y sin contemplaciones con las buenas maneras o el
pudor, como una indígena. No quiso fajarla, cortarle el pelo, perforarle las orejas o
contratarle una aya para que la criara y mucho menos recurrir a la leche de algún
laboratorio, como hacían todas las señoras que podían pagar ese lujo. Tampoco aceptó
la receta de la Nana de darle leche de vaca diluida en agua de arroz, porque concluyó
que si la naturaleza hubiera querido que los humanos se criaran así, habría hecho que
los senos femeninos secretaran ese tipo de producto. Clara le hablaba a la niña todo el
tiempo, sin usar medias lenguas ni diminutivos, en correcto español, como si dialogara
con una adulta, en la misma forma pausada y razonable en que le hablaba a los
animales y a las plantas, convencida de que si le había dado resultado con la flora y la
fauna, no había ninguna razón para que no fuera lo indicado también con la niña. La
combinación de leche materna y conversación tuvo la virtud de transformar a Blanca
en una niña saludable y casi hermosa, que no se parecía en nada al armadillo que era
cuando nació.
Pocas semanas después del nacimiento de Blanca, Esteban Trueba pudo comprobar,
mediante los retozos en el velero del agua mansa de la seda azul, que su esposa no
había perdido con la maternidad el encanto o la buena disposición para hacer el amor,
sino todo lo contrario. Por su parte Férula, demasiado ocupada con la crianza de la