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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Clara, clarividente
Capítulo III
Clara tenía diez años cuando decidió que no valía la pena hablar y se encerró en el
mutismo. Su vida cambió notablemente. El médico de la familia, el gordo y afable
doctor Cuevas, intentó curarle el silencio con píldoras de su invención, con vitaminas
en jarabe y tocaciones de miel de bórax en la garganta, pero sin ningún resultado
aparente. Se dio cuenta de que sus medicamentos eran ineficaces y que su presencia
ponía a la niña en estado de terror. Al verlo, Clara comenzaba a chillar y se refugiaba
en el rincón más lejano, encogida como un animal acosado, de modo que abandonó
sus curaciones y recomendó a Severo y Nívea que la llevaran donde un rumano de
apellido Rostipov, que estaba causando sensación esa temporada. Rostipov se ganaba
la vida haciendo trucos de ilusionista en los teatros de variedades y había realizado la
increíble hazaña de tensar un alambre desde la punta de la catedral hasta la cúpula de
la Hermandad Gallega, al otro lado de la plaza para cruzar caminando por el aire con
una pértiga como único sostén. A pesar de su lado frívolo, Rostipov estaba provocando
una batahola en los círculos científicos, porque en sus horas libres mejoraba la histeria
con varillas magnéticas y trances hipnóticos. Nívea y Severo llevaron a Clara al
consultorio que el rumano había improvisado en su hotel. Rostipov la examinó
cuidadosamente y por último declaró que el caso no era de su incumbencia, puesto
que la pequeña no hablaba porque no le daba la gana, y no porque no pudiera. De
todos modos, ante la insistencia de los padres, fabricó unas píldoras de azúcar
pintadas de color violeta y las recetó advirtiendo que eran un remedio siberiano para
curar sordomudos. Pero la sugestión no funcionó en este caso y el segundo frasco fue
devorado por Barrabás en un descuido sin que ello provocara en la bestia ninguna
reacción apreciable. Severo y Nívea intentaron hacerla hablar con métodos caseros,
con amenazas y súplicas y hasta dejándola sin comer, a ver si el hambre la obligaba a
abrir la boca para pedir su cena, pero tampoco eso resultó.
La Nana tenía la idea de que un buen susto podía conseguir que la niña hablara y se
pasó nueve años inventando recursos desesperados para aterrorizar a Clara, con lo
cual sólo consiguió inmunizarla contra la sorpresa y el espanto. Al poco tiempo Clara
no tenía miedo de nada, no la conmovían las apariciones de monstruos lívidos y
desnutridos en su habitación, ni los golpes de los vampiros y demonios en su ventana.
La Nana se disfrazaba de filibustero sin cabeza, de verdugo de la Torre de Londres, de
perro lobo y de diablo cornudo, según la inspiración del momento y las ideas que
sacaba de unos folletos terroríficos que compraba para ese fin y aunque no era capaz
de leerlos, copiaba las ilustraciones. Adquirió la costumbre de deslizarse sigilosamente
por los corredores para asaltar a la niña en la oscuridad, de aullar detrás de las
puertas y esconder bichos vivos en la cama, pero nada de eso logró sacarle ni una
palabra. A veces Clara perdía la paciencia, se tiraba al suelo, pataleaba y gritaba, pero
sin articular ningún sonido en idioma conocido, o bien anotaba en la pizarrita que
siempre llevaba consigo los peores insultos para la pobre mujer, que se iba a la cocina
a llorar la incomprensión,
-¡Lo hago por tu bien, angelito! -sollozaba la Nana envuelta en una sábana
ensangrentada y con la cara tiznada con corcho quemado.
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