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La casa de los espíritus
Isabel Allende
conciencia patriótica, mira que los liberales y los radicales son todos unos pendejos y
los comunistas son unos ateos, hijos de puta, que se comen a los niños.
El día de la elección todo ocurrió como estaba previsto, en perfecto orden. Las
Fuerzas Armadas garantizaron el proceso democrático, todo en paz, un día de
primavera más alegre y asoleado que otros.
-Un ejemplo para este continente de indios y de negros, que se lo pasan en
revoluciones para tumbar a un dictador y poner a otro. Éste es un país diferente, una
verdadera república, tenemos orgullo cívico, aquí el Partido Conservador gana
limpiamente y no se necesita a un general para que haya orden y tranquilidad, no es
como esas dictaduras regionales donde se matan unos a otros, mientras los gringos se
llevan todas las materias primas -expresó Trueba en el comedor del club, brindando
con una copa en la mano, en el momento en que se enteró de los resultados de la
votación.
Tres días después, cuando se había vuelto a la rutina, llegó la carta de Férula a Las
Tres Marías. Esteban Trueba había soñado esa noche con Rosa. Hacía mucho tiempo
que eso no le ocurría. En el sueño la vio con su pelo de sauce suelto en la espalda,
como un manto vegetal que la cubría hasta la cintura, tenía la piel dura y helada, del
color y textura del alabastro. Iba desnuda y llevaba un bulto en los brazos, caminaba
como se camina en los sueños, aureolada por el verde resplandor que flotaba
alrededor de su cuerpo. La vio acercarse lentamente y cuando quiso tocarla, ella lanzó
el bulto al suelo, estrellándolo a sus pies. Él se agachó, lo recogió, y vio a una niña sin
ojos que lo llamaba papá. Se despertó angustiado y anduvo de mal humor toda la
mañana. A causa del sueño, se sintió inquieto, mucho antes de recibir la carta de
Férula. Entró a tomar su desayuno en la cocina, como todos los días, y vio una gallina
que andaba picoteando las migas en el suelo. Le mandó un puntapié que le abrió la
barriga, dejándola agónica en un charco de tripas y plumas, aleteando en medio de la
cocina. Eso no lo calmó, por el contrario, aumentó su rabia y sintió que comenzaba a
ahogarse. Se montó en el caballo y se fue al galope a vigilar el ganado que estaban
marcando. En eso llegó a la casa Pedro Segundo García, que había ido a la estación
San Lucas a dejar una encomienda y había pasado por el pueblo a recoger el correo.
Traía la carta de Férula.
El sobre aguardó toda la mañana sobre la mesa de la entrada. Cuando Esteban
Trueba llegó, pasó directamente a bañarse, porque iba cubierto de sudor y de polvo,
impregnado del olor inconfundible de las bestias aterrorizadas. Después se sentó en su
escritorio a sacar cuentas y ordenó que le sirvieran la comida en una bandeja. No vio
la carta de su hermana hasta la noche, cuando recorrió la casa como hacía siempre
antes de acostarse, para ver que los faroles estuvieran apagados y las puertas
cerradas. La carta de Férula era igual a todas las que había recibido de ella, pero al
tenerla en la mano, supo, aun antes de abrirla, que su contenido le cambiaría la vida.
Tuvo la misma sensación que cuando sostenía el telegrama de su hermana que le
anunció la muerte de Rosa, años atrás.
La abrió, sintiendo que le latían las sienes a causa del presentimiento. La carta decía
brevemente que doña Ester Trucha se estaba muriendo y que, después de tantos años
de cuidarla y servirla como una esclava, Férula tenía que aguantar que su madre ni
siquiera la reconociera, sino que clamaba día y noche por su hijo Esteban, porque no
quería morirse sin verlo. Esteban nunca había querido realmente a su madre, ni se
sentía cómodo en su presencia, pero la noticia lo dejó tembloroso. Comprendió que ya
no le servirían los pretextos siempre novedosos que inventaba para no visitarla, y que
había llegado el momento de hacer el camino de vuelta a la capital y enfrentar por
última vez a esa mujer que estaba presente en sus pesadillas, con su rancio olor a
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