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La casa de los espíritus
Isabel Allende
del Norte, que con sus huelgas perjudican a todo el país, justamente cuando el precio
del mineral está en su punto máximo. Mandar a la tropa es lo que haría yo en el Norte,
para que les corra bala, a ver si aprenden de una vez por todas. Por desgracia el
garrote es lo único que funciona en estos países. No estamos en Europa. Aquí lo que se
necesita es un gobierno fuerte, un patrón fuerte. Sería muy lindo que fuéramos todos
iguales, pero no lo somos. Eso salta a la vista. Aquí el único que sabe trabajar soy yo y
los desafío a que me prueben lo contrario. Me levanto el primero y me acuesto el
último en esta maldita tierra. Si fuera por mí, mandaba todo al carajo y me iba a vivir
como un príncipe a la capital, pero tengo que estar aquí, porque si me ausento aunque
sea por una semana, esto se viene al suelo y estos infelices empiezan a morirse de
hambre. Acuérdense cómo era cuando yo llegué hace nueve o diez años: una
desolación. Era una ruina de piedras y buitres. Una tierra de nadie. Estaban todos los
potreros abandonados. A nadie se le había ocurrido canalizar el agua. Se contentaban
con plantar cuatro lechugas mugrientas en sus patios y dejaron que todo lo demás se
hundiera en la miseria. Fue necesario que yo llegara para que aquí hubiera orden, ley,
trabajo. ¿Cómo no voy a estar orgulloso? He trabajado tan bien, que ya compré los dos
fundos vecinos y esta propiedad es la más grande y la más rica de toda la zona, la
envidia de todo el mundo, un ejemplo, un fundo modelo. Y ahora que la carretera pasa
por el lado, se ha duplicado su valor, si quisiera venderlo podría irme a Europa a vivir
de mis rentas, pero no me voy, me quedo aquí, machucándome. Lo hago por esta
gente. Sin mí estarían perdidos. Si vamos al fondo de las cosas, no sirven ni para
hacer los mandados, siempre lo he dicho: son como niños. No hay uno que pueda
hacer lo que tiene que hacer sin que tenga que estar yo detrás azuzándolo. ¡Y después
me vienen con el cuento de que somos todos iguales! Para morirse de la risa, carajo...
A su madre y hermana enviaba cajones con frutas, carnes saladas, jamones, huevos
frescos, gallinas vivas y en escabeche, harina, arroz y granos por sacos, quesos del
campo y todo el dinero que podían necesitar, porque eso no le faltaba. Las Tres Marías
y la mina producían como era debido por primera vez desde que Dios puso aquello en
el planeta, como le gustaba decir a quien quisiera oírlo. A doña Ester y a Férula daba lo
que nunca ambicionaron, pero no tuvo tiempo, en todos esos años, para irlas a visitar,
aunque fuera de paso en alguno de sus viajes al Norte. Estaba tan ocupado en el
campo, en las nuevas tierras que había comprado y en otros negocios a los que
empezaba a echar el guante, que no podía perder su tiempo junto al lecho de una
enferma. Además existía el correo que los mantenía en contacto y el tren que le
permitía mandar todo lo que quisiera. No tenía necesidad de verlas. Todo se podía
decir por carta. Todo menos lo que no quería que supieran, como la recua de
bastardos que iban naciendo como por arte de magia. Bastaba tumbar a una
muchacha en el potrero y quedaba preñada inmediatamente, era cosa del demonio,
tanta fertilidad era insólita, estaba seguro que la mitad de los críos no eran suyos. Por
eso decidió que aparte del hijo de Pancha García, que se llamaba Esteban como él y
que no había duda de que su madre era virgen cuando la poseyó, los demás podían ser
sus hijos y podían no serlo y siempre era mejor pensar que no lo eran. Cuando llegaba
a su casa alguna mujer con un niño en los brazos para reclamar el apellido o alguna
ayuda, la ponía en el camino con un par de billetes en la mano y la amenaza de que si
volvía a importunarlo, la sacaría a rebencazos, para que no le quedaran ganas de
andar meneando el rabo al primer hombre que viera y después acusarlo a él. Así fue
como nunca se enteró del número exacto de sus hijos y en realidad el asunto no le
interesaba. Pensaba que cuando quisiera tener hijos, buscaría una esposa de su clase,
con bendición de la Iglesia, porque los únicos que contaban eran los que llevaban el
apellido del padre, los otros era como si no existieran. Que no le fueran con la
monstruosidad de que todos nacen con los mismos derechos y heredan igual, porque
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