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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Esteban no se quitó la ropa. La acometió con fiereza incrustándose en ella sin
preámbulos, con una brutalidad inútil. Se dio cuenta demasiado tarde, por las
salpicaduras sangrientas en su vestido, que la joven era virgen, pero ni la humilde
condición de Pancha, ni las apremiantes exigencias de su apetito, le permitieron tener
contemplaciones. Pancha García no se defendió, no se quejó, no cerró los ojos. Se
quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida, hasta que sintió que el
hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Entonces empezó a llorar
suavemente. Antes que ella su madre, y antes que su madre su abuela, habían sufrido
el mismo destino de perra. Esteban Trueba se acomodó los pantalones, se cerró el
cinturón, la ayudó a ponerse en pie y la sentó en el anca de su caballo. Emprendieron
el regreso. Él iba silbando. Ella seguía llorando. Antes de dejarla en su rancho, el
patrón la besó en la boca.
-Desde mañana quiero que trabajes en la casa -dijo.
Pancha asintió sin levantar la vista. También su madre y su abuela habían servido
en la casa patronal.
Esa noche Esteban Trueba durmió como un bendito, sin soñar con Rosa. En la
mañana se sentía pleno de energía, más grande y poderoso. Se fue al campo
canturreando y a su regreso, Pancha estaba en la cocina, afanada revolviendo el
manjar blanco en una gran olla de cobre. Esa noche la esperó con impaciencia y
cuando se callaron los ruidos domésticos en la vieja casona de adobe y empezaron los
trajines nocturnos de las ratas, sintió la presencia de la muchacha en el umbral de su
puerta.
-Ven, Pancha -la llamó. No era una orden, sino más bien una súplica.
Esa vez Esteban se dio tiempo para gozarla y para hacerla gozar. La recorrió
tranquilamente, aprendiendo de memoria el olor ahumado de su cuerpo y de su ropa
lavada con ceniza y estirada con plancha a carbón, conoció la textura de su pelo negro
y liso, de su piel suave en los sitios más recónditos y áspera y callosa en los demás, de
sus labios frescos, de su sexo sereno y su vientre amplio. La deseó con calma y la
inició en la ciencia más secreta y más antigua. Probablemente fue feliz esa noche y
algunas noches más, retozando como dos cachorros en la gran cama de fierro forjado
que había sido del primer Trucha y que ya estaba medio coja, pero aún podía resistir
las embestidas del amor.
A Pancha García le crecieron los senos y se le redondearon las caderas. A Esteban
Trucha le mejoró por un tiempo el mal humor y comenzó a interesarse en sus
inquilinos. Los visitó en sus ranchos de miseria. Descubrió en la penumbra de uno de
ellos un cajón relleno con papel de periódico donde compartían el sueño un niño de
pecho y una perra recién parida. En otro, vio a una anciana que estaba muriéndose
desde hacía cuatro años y tenía los huesos asomados por las llagas de la espalda. En
un patio conoció a un adolescente idiota, babeando, con una soga al cuello, atado a un
poste, hablando cosas de otros mundos, desnudo y con un sexo de mulo que refregaba
incansablemente contra el suelo. Se dio cuenta, por primera vez, que el peor abandono
-no era el de las tierras y los animales, sino de los habitantes de Las Tres Marías, que
habían vivido en el desamparo desde la época en que su padre se jugó la dote y la
herencia de su madre. Decidió que era tiempo de llevar un poco de civilización a ese
rincón perdido entre la cordillera y el mar.
En Las Tres Marías comenzó una fiebre de actividad que sacudió la modorra.
Esteban Trueba puso a trabajar a los campesinos como nunca lo habían hecho. Cada
hombre, mujer, anciano y niño que pudiera tenerse en sus dos piernas, fue empleado
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