LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 38
La casa de los espíritus
Isabel Allende
tenso, con el sexo como un fierro entre las piernas, más rabioso que nunca. Para
aliviarse, corría a zambullirse desnudo en el río y se hundía en las aguas heladas hasta
perder la respiración, pero entonces creía sentir unas manos invisibles que le
acariciaban las piernas. Vencido, se dejaba flotar a la deriva, sintiéndose abrazado por
la corriente, besado por los guarisapos, fustigado por las cañas de la orilla. Al poco
tiempo su apremiante necesidad era notoria, no se calmaba ni con inmersiones
nocturnas en el río, ni con infusiones de canela, ni colocando piedra lumbre debajo del
colchón, ni siquiera con los manipuleos vergonzantes que en el internado ponían locos
a los muchachos, los dejaban ciegos y los sumían en la condenación eterna. Cuando
comenzó a mirar con ojos de concupiscencia a las aves del corral, a los niños que
jugaban desnudos en el huerto y hasta a la masa cruda del pan, comprendió que su
virilidad no se iba a calmar con sustitutos de sacristán. Su sentido práctico le indicó
que tenía que buscarse una mujer y, una vez tomada la decisión, la ansiedad que lo
consumía se calmó y su rabia pareció aquietarse. Ese día amaneció sonriendo por
primera vez en mucho tiempo.
Pedro García, el viejo, lo vio salir silbando camino al establo y movió la cabeza
inquieto.
El patrón anduvo todo el día ocupado en el arado de un potrero que acababa de
hacer limpiar y que había destinado a plantar maíz. Después se fue con Pedro Segundo
García a ayudar a una vaca que a esas horas trataba de parir y tenía al ternero
atravesado. Tuvo que introducirle el brazo hasta el codo para voltear al crío y ayudarlo
a asomar la cabeza. La vaca se murió de todos modos, pero eso no le puso de mal
humor. Ordenó que alimentaran al ternero con una botella, se lavó en un balde y
volvió a montar. Normalmente era su hora de comida, pero no tenía hambre. No tenía
ninguna prisa, porque ya había hecho su elección.
Había visto a la muchacha muchas veces cargando en la cadera a su hermanito
moquillento, con un saco en la espalda o un cántaro de agua del pozo en la cabeza. La
había observado cuando lavaba la ropa, agachada en las piedras planas del río, con
sus piernas morenas pulidas por el agua, refregando los trapos descoloridos con sus
toscas manos de campesina. Era de huesos grandes y rostro aindiado, con las
facciones anchas y la piel oscura, de expresión apacible y dulce, su amplia boca
carnosa conservaba todavía todos los dientes y cuando sonreía se iluminaba, pero lo
hacía muy poco. Tenía la belleza de la primera juventud, aunque él podía ver que se
marchitaría muy pronto, como sucede a las mujeres nacidas para parir muchos hijos,
trabajar sin descanso y enterrar a sus muertos. Se llamaba Pancha García y tenía
quince años.
Cuando Esteban Trueba salió a buscarla, ya había caído la tarde y estaba más
fresco. Recorrió con su caballo al paso las largas alamedas que dividían los potreros
preguntando por ella a los que pasaban, hasta que la vio por el camino que conducía a
su rancho. Iba doblada por el peso de un haz de espino para el fogón de la cocina, sin
zapatos, cabizbaja. La miró desde la altura del caballo y sintió al instante la urgencia
del deseo que había estado molestándolo durante tantos meses. Se acercó al trote
hasta colocarse a su lado, ella lo oyó, pero siguió caminando sin mirarlo, por la
costumbre ancestral de todas las mujeres de su estirpe de bajar la cabeza ante el
macho. Esteban se agachó y le quitó el fardo, lo sostuvo un momento en el aire y
luego lo arrojó con violencia a la vera del camino, alcanzó a la muchacha con un brazo
por la cintura y la levantó con un resoplido bestial, acomodándola delante de la
montura, sin que ella opusiera ninguna resistencia. Espoleó el caballo y partieron al
galope en dirección al río. Desmontaron sin intercambiar ni una palabra y se midieron
con los ojos. Esteban se soltó el ancho cinturón de cuero y ella retrocedió, pero la
atrapó de un manotazo. Cayeron abrazados entre las hojas de los eucaliptos.
38