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La casa de los espíritus
Isabel Allende
mala yerba se había tragado el sendero y para donde mirara veía peñascos, matorrales
y monte. No había ni la sugerencia de potreros, ni restos de los viñedos que él
recordaba, nadie que saliera a recibirlo. La carreta avanzó lentamente, siguiendo una
huella que el paso de las bestias y los hombres había trazado en los malezales. Al poco
rato divisó la casa del fundo, que todavía se mantenía en pie, pero aparecía como una
visión de pesadumbre, llena de escombros, de alambres de gallinero en el suelo, de
basura. Tenía la mitad de las tejas rotas y había una enredadera salvaje que se metía
por las ventanas y cubría casi todas las paredes. Alrededor de la casa vio algunos
ranchos de adobe sin blanquear, sin ventanas y con techos de paja, negros de hollín.
Dos perros peleaban con furia en el patio.
La sonajera de las ruedas de la c arreta y las maldiciones del leñador atrajeron a los
ocupantes de los ranchos, que fueron apareciendo poco a poco. Miraban a los recién
llegados con extrañeza y desconfianza. Habían pasado quince años sin ver ningún
patrón y habían deducido que simplemente no lo tenían. No podían reconocer en ese
hombre alto y autoritario al niño de rizos castaños que mucho tiempo atrás jugaba en
ese mismo patio. Esteban los. miró y tampoco pudo recordar a ninguno. Formaban un
grupo miserable. Vio varias mujeres de edad indefinida, con la piel agrietada y seca,
algunas aparentemente embarazadas, todas vestidas con harapos descoloridos y
descalzas. Calculó que había por lo menos una docena de niños de todas las edades.
Los menores estaban desnudos. Otros rostros se asomaban en los umbrales de las
puertas, sin atreverse a salir. Esteban esbozó un gesto de saludo, pero nadie
respondió. Algunos niños corrieron a esconderse detrás de las mujeres.
Esteban se bajó de la carreta, descargó sus dos maletas y pasó unas monedas al
leñador.
-Si quiere lo espero, patrón -dijo el hombre.
-No. Aquí me quedo.
Se dirigió a la casa, abrió la puerta de un empujón y entró. Adentro había suficiente
luz, porque la mañana entraba por los postigos rotos y los huecos del techo, donde
habían cedido las tejas. Estaba lleno de polvo y telarañas, con un aspecto de total
abandono, y era evidente que en esos años ninguno de los campesinos se había
atrevido a dejar su choza para ocupar la gran casa patronal vacía. No habían tocado
los muebles; eran los mismos de su niñez, en los mismos sitios de siempre, pero más
feos, lúgubres y desvencijados de lo que podía recordar. Toda la casa estaba
alfombrada con una capa de yerba, polvo y hojas secas. Olía a tumba. Un perro
esquelético le ladró furiosamente, pero Esteban Trueba no le hizo caso y finalmente el
perro, cansado, se echó en un rincón a rascarse las pulgas. Dejó sus maletas sobre
una mesa y salió a recorrer la casa, luchando contra la tristeza que comenzaba a
invadirlo. Pasó de una habitación a otra, vio el deterioro que el tiempo había labrado
en todas las cosas, la pobreza, la suciedad, y sintió que ése era un hoyo mucho peor
que el de la mina. La cocina era una amplia habitación cochambrosa, techo alto y de
paredes renegridas por el humo de la leña y el carbón, mohosa, en ruinas, todavía
colgaban de unos clavos en las paredes las cacerolas y sartenes de cobre y de fierro
que no se habían usado en quince años y que nadie había tocado en todo ese tiempo.
Los dormitorios tenían las mismas camas y los grandes armarios con espejos de luna
que compró su padre en otra época, pero los colchones eran un montón de lana
podrida y bichos que habían anidado en ellos durante generaciones. Escuchó los
pasitos discretos de las ratas en el artesonado del techo. No pudo descubrir si el piso
era de madera o de baldosas, porque en ninguna parte aparecía a la vista y la mugre
lo tapaba todo. La capa gris de polvo borraba el contorno de los muebles. En lo que
había sido el salón, aún se veía el piano alemán con una pata rota y las teclas
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