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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Bajó del tren en la estación San Lucas. Era un lugar miserable. A esa hora no se
veía ni un alma en el andén de madera, con un techo arruinado por la intemperie y las
hormigas. Desde allí se podía ver todo el valle a través de una bruma impalpable que
se desprendía de la tierra mojada por la lluvia de la noche. Las montañas lejanas se
perdían entre las nubes de un cielo encapotado y sólo la punta nevada del volcán se
distinguía nítidamente, recortada contra el paisaje e iluminada por un tímido sol de
invierno. Miró alrededor. En su infancia, en la única época feliz que podía recordar,
antes que su padre terminara de arruinarse y se abandonara al licor y a su propia
vergüenza, había cabalgado con él por esa región. Recordaba que en Las Tres Marías
había jugado en los veranos, pero hacía tantos años de eso, que la memoria lo había
casi borrado y no podía reconocer el lugar. Buscó con la vista el pueblo de San Lucas,
pero sólo divisó un caserío lejano, desteñido en la humedad de la mañana. Recorrió la
estación. Estaba cerrada con un candado la puerta de la única oficina. Había un aviso
escrito con lápiz, pero estaba tan borroso que no pudo leerlo. Oyó que a sus espaldas
el tren se ponía en marcha y comenzaba a alejarse dejando atrás una columna de
humo blanco. Estaba solo en ese paraje silencioso. Tomó sus maletas y echó a andar
por el barrizal y las piedras de un sendero que conducía al pueblo. Caminó más de diez
minutos, agradecido de que no lloviera, porque a duras penas podía avanzar con sus
pesadas maletas por ese camino y comprendió que la lluvia lo habría convertido en
pocos segundos en un lodazal intransitable. Al acercarse al caserío vio humo en
algunas chimeneas y suspiró aliviado, porque al comienzo tuvo la impresión de que era
un villorrio abandonado, tal era su decrepitud y su soledad.
Se detuvo a la entrada del pueblo, sin ver a nadie. En la única calle cercada de
modestas casas de adobe, reinaba el silencio y tuvo la sensación de marchar en
sueños. Se aproximó a la casa más cercana, que no tenía ninguna ventana y cuya
puerta estaba abierta. Dejó sus maletas en la acera y entró llamando en alta voz.
Adentro estaba oscuro, porque la luz sólo provenía de la puerta, de modo que necesitó
algunos segundos para acomodar la vista y acostumbrarse a la penumbra. Entonces
divisó a dos niños jugando en el suelo de tierra apisonada, que lo miraban con grandes
ojos asustados, y en un patio posterior a una mujer que avanzaba secándose las
manos con el borde del delantal. Al verlo, esbozó un gesto instintivo para arreglarse un
mechón de pelo que le caía sobre la frente. La saludó y ella respondió tapándose la
boca con la mano al hablar para ocultar sus encías sin dientes. Trueba le explicó que
necesitaba alquilar un coche, pero ella pareció no comprender y se limitó a esconder a
los niños en los pliegues de su delantal, con una mirada sin expresión. Él salió, tomó
su equipaje y siguió su camino.
Cuando había recorrido casi toda la aldea sin ver a nadie y empezaba a
desesperarse, sintió a sus espaldas los cascos de un caballo. Era una destartalada
carreta conducida por un leñador. Se paró delante y obligó al conductor a detenerse.
-¿Puede llevarme a Las Tres Marías? ¡Le pagaré bien! -gritó.
-¿Qué va a ir a hacer allá, caballero? -preguntó el hombre-. Ésa es una tierra de
nadie, un roquerío sin ley.
Pero aceptó llevarlo y lo ayudó a poner su equipaje entre los atados de leña. Trueba
se sentó a su lado en el pescante. De algunas casas salieron niños corriendo tras la
carreta. Trucha se sintió más solo que nunca.
A once kilómetros del pueblo de San Lucas, por un camino devastado, invadido por
la maleza y lleno de baches, apareció el aviso de madera con el nombre de la
propiedad. Colgaba de una cadena rota y el viento lo golpeaba contra el poste con un
sonido sordo que le sonó como un tambor de duelo. Le bastó una ojeada para
comprender que se necesitaba un hércules para rescatar aquello de la desolación. La
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