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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-¡Háganos callar, si pueden, cabrones, a ver si se atreven! -y seguían cantando más
fuerte y ellos no entraban, porque habían aprendido que no se puede evitar lo
inevitable.
Traté de escribir los pequeños acontecimientos de la sección de mujeres, que habían
detenido a la hermana del Presidente, que nos quitaron los cigarrillos, que habían
llegado nuevas prisioneras, que Adriana había tenido otro de sus ataques y se había
abalanzado sobre sus hijos para matarlos, se los tuvimos que quitar de las manos y yo
me senté con un niño en cada brazo, para contarles los cuentos mágicos de los baúles
encantados del tío Marcos, hasta que se durmieron, mientras yo pensaba en los
destinos de esas criaturas creciendo en aquel lugar, con su madre trastornada,
cuidados por otras madres desconocidas que no habían perdido la voz para una
canción de cuna, ni el gesto para un consuelo, y me preguntaba, escribía, en qué
forma los hijos de Adriana podrían devolver la canción y el gesto a los hijos o los nietos
de esas mismas mujeres que los arrullaban.
Estuve en el campo de concentración pocos días. Un miércoles por la tarde los
carabineros fueron a buscarme. Tuve un momento de pánico, pensando que me
llevarían donde Esteban García, pero mis compañeras me dijeron que si usaban
uniforme, no eran de la policía política y eso me tranquilizó un poco. Les dejé mi
chaleco de lana, para que lo deshicieran y tejieran algo abrigado a los niños de
Adriana, y todo el dinero que tenía cuando me detuvieron y que, con la escrupulosa
honestidad que tienen los militares para lo intrascendente, me habían devuelto. Me
metí el cuaderno en los pantalones y las abracé a todas, una por una. Lo último que oí
al salir fue el coro de mis compañeras cantando para darme ánimos, tal como hacían
con todas las prisioneras que llegaban o se iban del campamento. Yo iba llorando. Allí
había sido feliz.
Le conté al abuelo que me llevaron en un furgón, con los ojos vendados, durante el
toque de queda. Temblaba tanto, que podía oír castañetear mis dientes. Uno de los
hombres que estaba conmigo en la parte posterior del vehículo, me puso un caramelo
en la mano y me dio unas palmaditas de consuelo en el hombro.
-No se preocupe, señorita. No le va a pasar nada. La vamos a soltar y en unas horas
más estará con su familia -dijo en un susurro.
Me dejaron en un basural cerca del Barrio de la Misericordia.
El mismo que me dio el dulce me ayudó a bajar.
-Cuidado con el toque de queda -me sopló al oído-. No se mueva hasta que
amanezca.
Oí el motor y pensé que iban a aplastarme y después aparecería en la prensa que
había muerto atropellada en un accidente del tránsito, pero el vehículo se alejó sin
tocarme. Esperé un tiempo, paralizada de frío y miedo, hasta que por fin decidí
quitarme la venda para ver dónde me encontraba. Miré a mi alrededor. Era un sitio
baldío, un descampado lleno de basura donde corrían algunas ratas entre los
desperdicios. Brillaba una luna tenue que me permitió ver a lo lejos el perfil de una
miserable población de cartones, calaminas y tablas. Comprendí que debía tomar en
cuenta la recomendación del guardia y quedarme allí hasta que aclarara. Me habría
pasado la noche en el basural, si no llega un muchachito agazapado en las sombras y
me hace señas sigilosas. Como ya no tenía mucho que perder, eché a andar en su
dirección, trastabillando. Al acercarme, vi su carita ansiosa. Me echó una manta en los
hombros, me tomó de la mano y me condujo a la población sin decir palabra.
Caminábamos agachados, evitando la calle y los pocos faroles que estaban encendidos,
algunos perros alborotaron con sus ladridos, pero nadie asomó la cabeza para indagar.
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