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La casa de los espíritus
Isabel Allende
enviaron de vuelta a las manos de Esteban García, como yo temía. Supongo que en
ese momento actuó la influencia benéfica de la mujer del collar de perlas, a quien
fuimos a visitar con el abuelo para agradecerle que me salvara la vida. Cuatro hombres
fueron a buscarme de noche. Rojas me despertó, me ayudó a vestirme y me deseó
suerte. Lo besé, agradecida.
-¡Adiós, chiquilla! Cámbiese el vendaje, no se lo moje y si le vuelve la fiebre, es que
se le infectó otra vez -me dijo desde la puerta.
Me condujeron a una celda estrecha donde pasé el resto de la noche sentada en una
silla. Al día siguiente me llevaron a un campo de concentración para mujeres. Jamás
olvidaré cuando me quitaron la venda de los ojos y me encontré en un patio cuadrado
y luminoso, rodeada de mujeres que cantaban para mí el Himno a la Alegría. Mi amiga
Ana Díaz estaba entre ellas y corrió a abrazarme. Rápidamente me acomodaron en una
litera y me dieron a conocer las reglas de la comunidad y mis responsabilidades.
-Hasta que te cures no tienes que lavar ni coser, pero tienes que cuidar a los niños
-decidieron.
Yo había resistido el infierno con cierta entereza, pero cuando me sentí
acompañada, me quebré. La menor palabra cariñosa me provocaba una crisis de
llanto, pasaba la noche con los ojos abiertos en la oscuridad en medio de la
promiscuidad de las mujeres, que se turnaban para cuidarme despiertas y no me
dejaban nunca sola. Me ayudaban cuando empezaban a atormentarme los malos
recuerdos o se me aparecía el coronel García sumiéndome en el terror, o Miguel se me
quedaba prendido en un sollozo.
-No pienses en Miguel -me decían, insistían-. No hay que pensar en los seres
queridos ni en el mundo que hay al otro lado de estos muros. Es la única manera de
sobrevivir.
Ana Díaz consiguió un cuaderno escolar y me lo regaló.
-Para que escribas, a ver si sacas de dentro lo que te está pudriendo, te mejoras de
una vez y cantas con nosotras y nos ayudas a coser-me dijo.
Le mostré mi mano y negué con la cabeza, pero ella me puso el lápiz en la otra y
me dijo que escribiera con la izquierda. Poco a poco empecé a hacerlo. Traté de
ordenar la historia que había empezado en la perrera. Mis compañeras me ayudaban
cuando me faltaba la paciencia y el lápiz me temblaba en la mano. En ocasiones tiraba
todo lejos, pero en seguida recogía el cuaderno y lo estiraba amorosamente,
arrepentida porque no sabía cuándo podría conseguir otro. Otras veces amanecía triste
y llena de pensamientos, me volvía contra la pared y no quería hablar con nadie, pero
ellas no me dejaban, me sacudían, me obligaban a trabajar, a contar cuentos a los
niños. Me cambiaban el vendaje con cuidado y me ponían el papel por delante.
«Si quieres te cuento mi caso, para que lo escribas», me decían, se reían, se
burlaban alegando que todos los casos eran iguales y que era mejor escribir cuentos
de amor, porque eso gusta a todo el mundo. También me obligaban a comer.
Repartían las porciones con estricta justicia, a cada quien según su necesidad y a mí
me daban un poco más, porque decían que estaba en los huesos y así ni el hombre
más necesitado se iba a fijar en mí. Me estremecía, pero Ana Díaz me recordaba que
yo no era la única mujer violada y que eso, como muchas otras cosas, había que
olvidarlo. Las mujeres se pasaban el día cantando a voz en cuello. Los carabineros les
golpeaban la pared.
-¡Cállense, putas!
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