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La casa de los espíritus
Isabel Allende
para los prisioneros de ese recinto de tortura provenía de la nueva sede del gobierno,
que se había instalado en un improvisado edificio, porque el antiguo Palacio de los
Presidentes no era más que un montón de escombros.
Trató de llevar la cuenta de los días transcurridos desde su detención, pero la
soledad, la oscuridad y el miedo le trastornaron el tiempo y le dislocaron el espacio,
creía ver cavernas pobladas de monstruos, imaginaba que la habían drogado y por eso
sentía todos los huesos flojos y las ideas locas, se hacía el propósito de no comer ni
beber, pero el hambre y la sed eran más fuertes que su decisión. Se preguntaba por
qué su abuelo no había ido todavía a rescatarla. En los momentos de lucidez podía
comprender que no era un mal sueño y que no estaba allí por error. Se propuso olvidar
hasta el nombre de Miguel.
La tercera vez que la llevaron donde Esteban García, Alba estaba más preparada,
porque a través de la pared de su celda podía oír lo que ocurría en la pieza de al lado,
donde interrogaban a otros prisioneros, y no se hizo ilusiones. Ni siquiera intentó
evocar los bosques de sus amores.
-Has tenido tiempo para pensar, Alba. Ahora vamos a hablar los dos tranquilamente
y me dirás dónde está Miguel y así saldremos de esto rápido -dijo García.
-Quiero ir al baño -replicó Alba.
-Veo que te estás burlando de mí, Alba -dijo él-. Lo siento mucho, pero aquí no
podemos perder el tiempo.
Alba no respondió.
-¡Quítate la ropa! -ordenó García con otra voz.
Ella no obedeció. La desnudaron con violencia, arrancándole los pantalones a pesar
de sus patadas. El recuerdo preciso de su adolescencia y del beso de García en el
jardín le dieron la fuerza del odio. Luchó contra él, gritó por él, lloró, orinó y vomitó
por él, hasta que se cansaron de golpearla y le dieron una corta tregua, que aprovechó
para invocar a los espíritus comprensivos de su abuela, para que la ayudaran a morir.
Pero nadie vino en su auxilio. Dos manos la levantaron, cuatro la acostaron en un catre
metálico, helado, duro, lleno de resortes que le herían la espalda, y le ataron los
tobillos y las muñecas con correas de cuero.
-Por última vez, Alba. ¿Dónde está Miguel? -preguntó García.
Ella negó silenciosamente. Le habían sujetado la cabeza con otra correa.
-Cuando estés dispuesta a hablar, levanta un dedo -dijo él.
Alba escuchó otra voz.
-Yo manejo la máquina -dijo.
Y entonces ella sintió aquel dolor atroz que le recorrió el cuerpo y la ocupó
completamente y que nunca, en los días de su vida, podría llegar a olvidar. Se hundió
en la oscuridad.
-¡Les dije que tuvieran cuidado con ella, cabrones! -oyó la voz de Esteban García
que le llegaba de muy lejos, sintió que le abrían los párpados, pero no vio nada más
que un difuso resplandor, luego sintió un pinchazo en el brazo y volvió a perderse en la
inconsciencia.
Un siglo después, Alba despertó mojada y desnuda. No sabía si estaba cubierta de
sudor, de agua o de orina, no podía moverse, no recordaba nada, no sabía dónde
estaba ni cuál era la causa de ese malestar intenso que la había reducido a una
piltrafa. Sintió la sed del Sáhara y clamó por agua.
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