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La casa de los espíritus
Isabel Allende
insignificante dentro de las Fuerzas Armadas. La mayoría era como ese teniente
escrupuloso que me llevó a la casa. Supuse que al poco tiempo se restablecería el
orden y cuando se aliviara la tensión de los primeros días, me pondría en contacto con
alguien mejor colocado en la jerarquía militar. Lamenté no haberme dirigido al general
Hurtado, no lo había hecho por respeto y también, lo reconozco, por orgullo, porque lo
correcto era que él me buscara y no yo a él.
No me enteré de la muerte de mi hijo Jaime hasta dos semanas después, cuando se
nos había pasado la euforia del triunfo al ver que todo el mundo andaba contando a los
muertos y a los desaparecidos. Un domingo se presentó en la casa un soldado sigiloso
y relató a Blanca en la cocina lo que había visto en el Ministerio de Defensa y lo que
sabía de los cuerpos dinamitados.
-El doctor Del Valle salvó la vida de mi madre -dijo el soldado mirando el suelo, con
el casco de guerra en la mano-. Por eso vengo a decirles cómo lo mataron.
Blanca me llamó para que oyera lo que decía el soldado, pero me negué a creerlo.
Dije que el hombre se había confundido, que no era Jaime, sino otra persona la que
había visto en la sala de las calderas, porque Jaime no tenía nada que hacer en el
Palacio Presidencial el día del Pronunciamiento Militar. Estaba seguro que mi hijo había
escapado al extranjero por algún paso fronterizo o se había asilado en alguna
embajada, en el supuesto de que lo estuvieran persiguiendo. Por otra parte, su
nombre no aparecía en ninguna de las listas de la gente solicitada por las autoridades,
así es que deduje que Jaime no tenía nada que temer.
Había de pasar mucho tiempo, varios meses, en realidad, para que yo comprendiera
que el soldado había dicho la verdad. En los desvaríos de la soledad aguardaba a mi
hijo sentado en la poltrona de la biblioteca, con los ojos fijos en el umbral de la puerta,
llamándolo con el pensamiento, tal como llamaba a Clara. Tanto lo llamé, que
finalmente llegué a verlo, pero se me apareció cubierto de sangre seca y andrajos,
arrastrando serpentinas de alambres de púas sobre el parquet encerado. Así supe que
había muerto tal como nos había contado el soldado. Sólo entonces comencé a hablar
de la tiranía. Mi nieta Alba, en cambio, vio perfilarse al dictador mucho antes que yo.
Lo vio destacarse entre los generales y gentes de guerra. Lo reconoció al punto,
porque ella heredó la intuición de Clara. Es un hombre tosco y de apariencia sencilla,
de pocas palabras, como un campesino. Parecía modesto y pocos pudieron adivinar
que algún día lo Verían envuelto en una capa de emperador, con los brazos en alto,
para acallar a las multitudes acarreadas en camiones para vitorearlo, sus augustos
bigotes temblando de vanidad, inaugurando el monumento a Las Cuatro Espadas,
desde cuya cima una antorcha eterna iluminaría los destinos de la patria, pero, que por
un error de los técnicos extranjeros, jamás se elevó llama alguna, sino solamente una
espesa humareda de cocinería que quedó flotando en el cielo como una perenne
tormenta de otros climas.
Empecé a pensar que me había equivocado en el procedimiento y que tal vez no era
ésa la mejor solución para derrocar al marxismo. Me sentía cada vez más solo, porque
ya nadie me necesitaba, no tenía a mis hijos y Clara, con su manía de la mudez y la
distracción, parecía un fantasma. Incluso Alba se alejaba cada día más. Apenas la veía
en la casa.. Pasaba por mi lado como una ráfaga, con sus horrendas faldas largas de
algodón arrugado y su increíble pelo verde, como el de Rosa, ocupada en quehaceres
misteriosos que llevaba a cabo con la complicidad de su abuela. Estoy seguro que a
mis espaldas ellas dos tramaban secretos. Mi nieta andaba azorada, igual como Clara
en los tiempos del tifus, cuando se echó a la espalda el fardo del dolor ajeno.
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