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La casa de los espíritus
Isabel Allende
vueltas por la casa en estado de desesperación, revisando los libros del túnel de Jaime
y su propio escritorio, para destruir lo que consideró comprometedor. Era como
cometer un sacrilegio, estaba segura que cuando su tío regresara iba a ponerse furioso
y le quitaría su confianza. También destruyó las libretas donde estaban los números de
teléfono de los amigos, sus más preciosas cartas de amor y hasta las fotografías de
Miguel. Las empleadas de la casa, indiferentes y aburridas, se entretuvieron durante el
toque de queda haciendo empanadas, menos la cocinera, que lloraba sin parar y
esperaba con ansias el momento de ir a ver a su marido, con quien no había podido
comunicarse.
Cuando se levantó por algunas horas la prohibición de salir, para dar a la población
la oportunidad de comprar víveres, Blanca comprobó maravillada que los almacenes
estaban abarrotados con los productos que durante tres años habían escaseado y que
parecían haber surgido como por obra de magia en las vitrinas. Vio rumas de pollos
faenados y pudo comprar todo lo que quiso, a pesar de que costaban el triple, porque
se había decretado libertad de precios. Notó que muchas personas observaban los
pollos con curiosidad, como si no los hubieran visto nunca, pero que pocas compraban,
porque no los podían pagar. Tres días después el olor a carne putrefacta apestaba los
almacenes de la ciudad.
Los soldados patrullaban nerviosamente por las calles, vitoreados por mucha gente
que había deseado el derrocamiento del gobierno. Algunos, envalentonados por la
violencia de esos días, detenían a los hombres con pelo largo o con barba, signos
inequívocos de su espíritu rebelde, y paraban en la calle a las mujeres que andaban
con pantalones para cortárselos a tijeretazos, porque se sentían responsables de
imponer el orden, la moral y la decencia. Las nuevas autoridades dijeron que no tenían
nada que ver con esas acciones, nunca habían dado orden de cortar barbas o
pantalones, probablemente se trataba de comunistas disfrazados de soldados para
desprestigiar a las Fuerzas Armadas y hacerlas odiosas a los ojos de la ciudadanía, que
no estaban prohibidas las barbas ni los pantalones, pero, por supuesto, preferían que
los hombres anduvieran afeitados y con el pelo corto, y las mujeres con faldas.
Se corrió la voz de que el Presidente había muerto y nadie creyó la versión oficial de
que se suicidó.
Esperé que se normalizara un poco la situación. Tres días después del
Pronunciamiento Militar, me dirigí en el automóvil del Congreso al Ministerio de
Defensa, extrañado de que no me hubieran buscado para invitarme a participar en el
nuevo gobierno. Todo el mundo sabe que fui el principal enemigo de los marxistas, el
primero que se opuso a la dictadura comunista y se atrevió a decir en público que sólo
los militares podían impedir que el país cayera en las garras de la izquierda. Además
yo fui quien hizo casi todos los contactos con el alto mando militar, quien sirvió de
enlace con los gringos y puse mi nombre y mi dinero para la compra de armas. En fin,
me jugué más que nadie. A mi edad el poder político no me interesa para nada. Pero
soy de los pocos que podían asesorarlos, porque llevo mucho tiempo ocupando
posiciones y sé mejor que nadie lo que le conviene a este país. Sin asesores leales,
honestos y capacitados, ¿qué pueden hacer unos pocos coroneles improvisados? Sólo
desatinos. O dejarse engañar por los vivos que se aprovechan de las circunstancias
para hacerse ricos, como de hecho está sucediendo. En ese momento nadie sabía que
las cosas iban a ocurrir como ocurrieron. Pensábamos que la intervención militar era
un paso necesario para la vuelta a una democracia sana, por eso me parecía tan
importante colaborar con las autoridades.
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