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La casa de los espíritus
Isabel Allende
no le quitó la vista de encima mientras ella se vestía. Blanca terminó de ponerse los
zapatos, tomó su cartera y desde la puerta le hizo un gesto de despedida. Estaba
segura que al día siguiente él la llamaría para una de sus espectaculares
reconciliaciones. Pedro Tercero se volvió contra la pared. Un rictus amargo le había
convertido la boca en una línea apretada. No volverían a verse en dos años.
En los días siguientes, Blanca esperó que se comunicara con ella, de acuerdo a un
esquema que se repetía desde siempre. Nunca le había fallado, ni siquiera cuando ella
se casó y pasaron un año separados. También en esa oportunidad fue él quien la
buscó. Pero al tercer día sin noticias, comenzó a alarmarse. Se daba vueltas en la
cama, atormentada por un insomnio perenne, dobló la dosis de tranquilizantes, volvió
a refugiarse en sus jaquecas y sus neuralgias, se aturdió en el taller metiendo y
sacando del horno centenares de monstruos para Nacimientos en un esfuerzo por
mantenerse ocupada y no pensar, pero no pudo sofocar su impaciencia. Por último lo
llamó al ministerio. Una voz femenina le respondió que el compañero García estaba en
una reunión y que no podía ser interrumpido. Al otro día Blanca volvió a llamar y siguió
haciéndolo durante el resto de la semana, hasta que se convenció de que no lo
conseguiría por ese medio. Hizo un esfuerzo para vencer el monumental orgullo que
había heredado de su padre, se puso su mejor vestido, su portaligas de bataclana y
partió a verlo a su departamento. Su llave no calzó en la cerradura y tuvo que tocar el
timbre. Le abrió la puerta un hombrazo bigotudo con ojos de colegiala.
-El compañero García no está -dijo sin invitarla a entrar.
Entonces comprendió que lo había perdido. Tuvo la fugaz visión de su futuro, se vio
a sí misma en un vasto desierto, consumiéndose en ocupaciones sin sentido para
consumir el tiempo, sin el único hombre que había amado en toda su vida y lejos de
esos brazos donde había dormido desde los días inmemoriales de su primera infancia.
Se sentó en la escalera y rompió en llanto. El hombre de bigotes cerró la puerta sin
ruido.
No dijo a nadie lo que había pasado. Alba le preguntó por Pedro Tercero y ella le
contestó con evasivas, diciéndole que el nuevo cargo en el gobierno lo tenía muy
ocupado. Siguió haciendo sus clases para señoritas ociosas y niños mongólicos y
además comenzó a enseñar cerámica en las poblaciones marginales, donde se habían
organizado las mujeres para aprender nuevos oficios y participar, por primera vez, en
la actividad política y. social del país. La organización era una necesidad, porque «el
camino al socialismo» muy pronto se convirtió en un campo de batalla. Mientras el
pueblo celebraba la victoria dejándose crecer los pelos y las barbas, tratándose unos a
otros de compañeros, rescatando el folklore olvidado y las artesanías populares y
ejerciendo su nuevo poder en eternas e inútiles reuniones de trabajadores donde todos
hablaban al mismo tiempo y nunca llegaban a ningún acuerdo, la derecha realizaba
una serie de acciones estratégicas destinadas a hacer trizas la economía y
desprestigiar al gobierno. Tenía en sus manos los medios de difusión más poderosos,
contaba con recursos económicos casi ilimitados y con la ayuda de los gringos, que
destinaron fondos secretos para el plan de sabotaje. A los pocos meses se pudieron
apreciar los resultados. El pueblo se encontró por primera vez con suficiente dinero
para cubrir sus necesidades básicas y comprar algunas cosas que siempre deseó, pero
no podía hacerlo, porque los almacenes estaban casi vacíos. Había comenzado el
desabastecimiento, que llegó a ser una pesadilla colectiva. Las mujeres se levantaban
al amanecer para pararse en las interminables colas donde podían adquirir un
escuálido pollo, media docena de pañales o papel higiénico. El betún para lustrar
zapatos, las agujas y el café pasaron a ser artículos de lujo que se regalaban envueltos
en papel de fantasía para los cumpleaños. Se produjo la angustia de la escasez, el país
estaba sacudido por oleadas de rumores contradictorios que alertaban a la población
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