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La casa de los espíritus
Isabel Allende
como le explicaron, los partidos de izquierda no tenían suficientes hombres capacitados
para todas las funciones que había que desempeñar.
-Yo soy un campesino. No tengo ninguna preparación -trató de excusarse.
-No importa, compañero. Usted, por lo menos, es popular. Aunque meta la pata, la
gente se lo va a perdonar -le explicaron.
Así fue como se encontró sentado detrás de un escritorio por primera vez en su
vida, con una secretaria para su uso personal y a sus espaldas un grandioso retrato de
los Próceres de la Patria en alguna honrosa batalla. Pedro Tercero García miraba por la
ventana con barrotes de su lujosa oficina y sólo podía ver un minúsculo cuadrilátero de
cielo gris. No era un cargo decorativo. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta la
noche y al final estaba tan cansado, que no se sentía capaz de arrancar ni un acorde a
su guitarra y, mucho menos, de amar a Blanca con la pasión acostumbrada. Cuando
podían darse cita, venciendo todos los obstáculos habituales de Blanca, más los nuevos
que le imponía su trabajo, se encontraban entre las sábanas con más angustia que
deseo. Hacían el amor fatigados, interrumpidos por el teléfono, perseguidos por el
tiempo, que nunca les alcanzaba. Blanca dejó de usar su ropa interior de mujerzuela,
porque le parecía una provocación inútil que los sumía en el ridículo. Terminaron
juntándose para reposar abrazados, como una pareja de abuelos, y para conversar
amigablemente sobre sus problemas cotidianos y sobre los graves asuntos que
estremecían a la nación. Un día Pedro Tercero sacó la cuenta que llevaban casi un mes
sin hacer el amor y, lo que le pareció aún peor, que ninguno de los dos sentía el deseo
de hacerlo. Tuvo un sobresalto. Calculó que a su edad no había razón para la
impotencia y lo atribuyó a la vida que llevaba y a las mañas de solterón que había
desarrollado. Supuso que si hiciera una vida normal con Blanca, en la cual ella
estuviera esperándolo todos los días en la paz de un hogar, las cosas serían de otro
modo. La conminó a casarse de una vez por todas, porque ya estaba harto de esos
amores furtivos y ya no tenía edad para vivir así. Blanca le dio la misma respuesta que
le había dado muchas veces antes.
-Tengo que pensarlo, mi amor.
Estaba desnuda, sentada en la angosta cama de Pedro Tercero. Él la observó sin
piedad y vio que el tiempo comenzaba a devastarla con sus estragos, estaba más
gorda, más triste, tenía las manos deformadas por el reuma y esos maravillosos
pechos que en otra época le quitaron el sueño, se estaban convirtiendo en el amplio
regazo de una matrona instalada en plena madurez. Sin embargo, la encontraba tan
bella como en su juventud, cuando se amaban entre las cañas del río en Las Tres
Marías, y justamente por eso lamentaba que la fatiga fuera más fuerte que su pasión.
-Lo has pensado durante casi medio siglo. Ya basta. Es ahora o nunca -concluyó.
Blanca no se inmutó, porque no era la primera vez que él la emplazaba para que
tomara una decisión. Cada vez que rompía con una de sus jóvenes amantes y volvía a
su lado, le exigía casamiento, en una búsqueda desesperada de retener el amor y de
hacerse perdonar. Cuando consintió en abandonar la población obrera donde había
sido feliz por varios años, para instalarse en un departamento de clase media, le había
dicho las mismas palabras.
-O te casas conmigo ahora o no nos vemos más.
Blanca no comprendió que en esa oportunidad la determinación de Pedro lércero era
irrevocable.
Se separaron enojados. Ella se vistió, recogiendo apresuradamente su ropa que
estaba regada por el suelo y se enrolló el pelo en la nuca sujetándolo con algunas
horquillas que rescató del desorden de la cama. Pedro Tercero encendió un cigarrillo y
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