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La casa de los espíritus
Isabel Allende
sus pisadas y el resplandor de sus antorchas penetraron al interior de las casas
cerradas y silenciosas, donde temblaban los que habían terminado por creer en su
propia campaña de terror y estaban convencidos que la poblada los iba a despedazar
o, en el mejor de los casos, despojarlos de sus bienes y enviarlos a Siberia. Pero la
rugiente multitud no forzó ninguna puerta ni pisoteó los perfectos jardines. Pasó
alegremente sin tocar los vehículos de lujo estacionados en la calle, dio vuelta por las
plazas y los parques que nunca había pisado, se detuvo maravillada ante las vitrinas
del comercio, que brillaban como en Navidad y donde se ofrecían objetos que no sabía
siquiera qué uso tenían y siguió su ruta apaciblemente. Cuando las columnas pasaron
frente a su casa, Alba salió corriendo y se mezcló con ellas cantando a voz en cuello.
Toda la noche estuvo desfilando el pueblo alborozado. En las mansiones las botellas de
champán quedaron cerradas, las langostas languidecieron en sus bandejas de plata y
las tortas se llenaron de moscas.
Al amanecer, Alba divisó en el tumulto que ya empezaba a dispersarse la
inconfundible figura de Miguel, que iba gritando con una bandera en las manos. Se
abrió paso hasta él, llamándolo inútilmente, porque no podía oírla en medio de la
algarabía. Cuando se puso al frente y Miguel la vio, pasó la bandera al que estaba más
cerca y la abrazó, levantándola del suelo. Los dos estaban en el límite de sus fuerzas y
mientras se besaban, lloraban de alegría.
-¡Te dije que ganaríamos por las buenas, Miguel! -rió Alba.
-Ganamos, pero ahora hay que defender el triunfo -replicó.
Al día siguiente, los mismos que habían pasado la noche en vela aterrorizados en
sus casas salieron como una avalancha enloquecida y tomaron por asalto los bancos,
exigiendo que les entregaran su dinero. Los que tenían algo valioso, preferían
guardarlo debajo del colchón o enviarlo al extranjero. En veinticuatro horas, el valor de
la propiedad disminuyó a menos de la mitad y todos los pasajes aéreos se agotaron en
la locura de salir del país antes que llegaran los soviéticos a poner alambres de púas
en la frontera. El pueblo que había desfilado triunfante fue a ver a la burguesía que
hacía cola y peleaba en las puertas de los bancos y se rió a carcajadas. En pocas horas
el país se dividió en dos bandos irreconciliables y la división comenzó a extenderse
entre todas las familias.
El senador Trueba pasó la noche en la sede de su Partido, retenido a la fuerza por
sus seguidores, que estaban seguros que si salía a la calle la multitud no iba a tener
dificultad alguna en reconocerlo y lo colgaría de un poste.'Iirueba estaba más
sorprendido que furioso. No podía creer lo que había ocurrido, a pesar de que llevaba
muchos años repitiendo la cantinela de que el país estaba lleno de marxistas. No se
sentía deprimido, por el contrario. En su viejo corazón de luchador aleteaba una
emoción exaltada que no sentía desde su juventud.
-Una cosa es ganar la elección y otra muy distinta es ser Presidente -dijo
misteriosamente a sus llorosos correligionarios.
La idea de eliminar al nuevo Presidente, sin embargo, no estaba todavía en la mente
de nadie, porque sus enemigos estaban seguros que acabarían con él por la misma vía
legal que le había permitido triunfar. Eso era lo que Trueba estaba pensando. Al día
siguiente, cuando fue evidente que no había que temer de la muchedumbre enfiestada,
salió de su refugio y se dirigió a una casa campestre en los alrededores de la ciudad,
donde se llevó a cabo un almuerzo secreto. Allí se juntó con otros políticos, algunos
militares y con los gringos enviados por el servicio de inteligencia, para trazar el plan
que tumbaría al nuevo gobierno: la desestabilización económica, como llamaron al
sabotaje.
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