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La casa de los espíritus
Isabel Allende
desde las mirillas mientras cruzaba el estacionamiento vacío. Los carabineros habían
estrechado filas y le ordenaron, con un altoparlante, detenerse, depositar la bandera
en el suelo y avanzar con las manos en la nuca.
-¡Esto parece una guerra! -comentó Gómez.
Poco después regresó Miguel y ayudó a Alba a ponerse en pie. La misma joven que
antes había criticado los quejidos de Alba, la tomó de un brazo y los tres salieron del
edificio sorteando las barricadas y los sacos de tierra, iluminados por los potentes
reflectores de la policía. Alba apenas podía caminar, se sentía avergonzada y le daba
vueltas la cabeza. Una patrulla les salió al paso a medio camino y Alba se encontró a
pocos centímetros de un uniforme verde y vio una pistola que la apuntaba a la altura
de la nariz. Levantó la vista y enfrentó un rostro moreno con ojos de roedor. Supo al
punto quién era: Esteban García.
-¡Veo que es la nieta del senador Trueba! -exclamó García con ironía.
Así se enteró Miguel de que ella no le había dicho toda la verdad. Sintiéndose
traicionado, la depositó en las manos del otro, dio media vuelta y regresó arrastrando
su bandera blanca por el suelo, sin darle ni una mirada de despedida, acompañado por
Ana Díaz, que iba tan sorprendida y furiosa como él.
-¿Qué te pasa? -preguntó García señalando con su pistola los pantalones de Alba-.
¡Parece un aborto!
Alba enderezó la cabeza y lo miró a los ojos.
-Eso no le importa. ¡Lléveme a mi casa! -ordenó copiando el tono autoritario que
empleaba su abuelo con todos los que no consideraba de su misma clase social.
García vaciló. Hacía mucho tiempo que no oía una orden en boca de un civil y tuvo
la tentación de llevarla al retén y dejarla pudriéndose en una celda, bañada en su
propia sangre, hasta que le rogara de rodillas, pero en su profesión había aprendido la
lección de que había otros mucho más poderosos que él y que no podía darse el lujo
de actuar con impunidad. Además, el recuerdo de Alba con sus vestidos almidonados
tomando limonada en la terraza de Las Tres Marías, mientras él arrastraba los pies
desnudos en el patio de las gallinas y se sorbía los mocos, y el temor que todavía le
tenía al viejo Trueba, fueron más fuertes que su deseo de humillarla. No pudo sostener
la mirada de la muchacha y agachó imperceptiblemente la cabeza. Dio media vuelta,
ladró una breve frase y dos carabineros llevaron a Alba de los brazos hasta un carro de
la policía. Así llegó a su casa. Al verla, Blanca pensó que se habían cumplido los
pronósticos del abuelo y la policía había arremetido a palos contra los estudiantes.
Empezó a chillar y no paró hasta que Jaime examinó a Alba y le aseguró que no estaba
herida y que no tenía nada que no se pudiera curar con un par de inyecciones y
reposo.
Alba pasó dos días en la cama, durante los cuales se disolvió pacíficamente la
huelga de los estudiantes. El ministro de Educación fue relevado de su puesto y lo
trasladaron al Ministerio de Agricultura.
-Si pudo ser ministro de Educación sin haber terminado la escuela, igual puede ser
ministro de Agricultura sin haber visto en su vida una vaca entera -comentó el senador
Trueba.
Mientras estuvo en la cama, Alba tuvo tiempo para repasar las circunstancias en que
había conocido a Esteban García. Buscando muy atrás en las imágenes de la infancia,
recordó a un joven moreno, la biblioteca de la casa, la chimenea encendida con
grandes leños de espino perfumando el aire, la tarde o la noche, y ella sentada sobre
sus rodillas. Pero esa visión entraba y salía fugazmente de su memoria y llegó a dudar
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