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La casa de los espíritus
Isabel Allende
ráfaga de metralla en Bolivia. Era el ideólogo que hacía arder en sus alumnos la llama
que la mayoría vio apagarse cuando abandonaron la universidad y se incorporaron al
mundo que en su primera juventud creyeron poder cambiar. Era un hombre pequeño,
enjuto, de nariz aguileña y pelo ralo, animado por un fuego interior que no le daba
tregua. A él le debía Alba el apodo de «condesa», porque el primer día su abuelo tuvo
la mala idea de mandarla a clases en el automóvil con chofer y el profesor la divisó. El
apodo era un acierto casual, porque Gómez no podía saber que, en el caso improbable
de que ella algún día quisiera hacerlo, podía desenterrar el título de nobleza de Jean de
Satigny que era una de las pocas cosas auténticas que tenía el conde francés que le
dio el apellido. Alba no le guardaba rencor por el sobrenombre burlón, por el contrario,
algunas veces había fantaseado con la idea de seducir al esforzado profesor. Pero
Sebastián Gómez había visto a muchas niñas como Alba y sabía distinguir esa mezcla
de compasión y curiosidad que provocaban sus muletas sosteniendo sus pobres
piernas de trapo.
Así pasó todo el día, sin que el Grupo Móvil moviera sus tanquetas y sin que el
gobierno cediera ante las demandas de los trabajadores. Alba empezó a preguntarse
qué diablos estaba haciendo en ese lugar, porque el dolor de vientre se estaba
haciendo insoportable y la necesidad de lavarse en un baño con agua corriente
empezaba a obsesionarla. Cada vez que miraba hacia la calle y veía a los carabineros
se le llenaba la boca de saliva. Para entonces ya se había dado cuenta que los
entrenamientos de su tío Nicolás no eran tan efectivos en el momento de la acción
como en la ficción de los sufrimientos imaginarios. Dos horas después Alba sintió entre
las piernas una viscosidad tibia y vio sus pantalones manchados de rojo. La invadió
tina sensación de pánico. Durante esos días el temor de que eso ocurriera la atormentó
casi tanto como el hambre. La mancha en sus pantalones era como una bandera. No
intentó disimularla. Se encogió en un rincón sintiéndose perdida. Cuando era pequeña,
su abuela le había enseñado que las cosas propias de la función humana son naturales
y podía hablar de la menstruación como de la poesía, pero más tarde, en el colegio, se
enteró que todas las secreciones del cuerpo, menos las lágrimas, son indecentes.
Miguel se dio cuenta de su bochorno y su angustia, salió a buscar a la improvisada
enfermería un paquete de algodón y consiguió unos pañuelos, pero al poco rato se
dieron cuenta que no era suficiente y al anochecer Alba lloraba de humillación y de
dolor, asustada por las tenazas en sus entrañas y por ese gorgoriteo sangriento que no
se parecía en nada a lo de otros meses. Creía que algo se le estaba reventando dentro.
Ana Díaz, una estudiante que, como Miguel, llevaba la insignia del puño alzado, hizo la
observación de que eso sólo duele a las mujeres ricas, porque las proletarias no se
quejan ni cuando están pariendo, pero al ver que los pantalones de Alba eran un
charco y que estaba pálida como un moribundo, fue a hablar con Sebastián Gómez.
Éste se declaró incapaz de resolver el problema.
-Esto pasa por meter a las mujeres en cosas de hombres -bromeó.
-¡No! ¡Esto pasa por meter a los burgueses en las cosas del pueblo! -replicó la joven
indignad