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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Tartamudeando, García consiguió plantear su petición: había logrado terminar el
liceo en San Lucas y quería una recomendación para la Escuela de Carabineros y una
beca del Estado para pagar sus estudios.
-;Por qué no te quedas en el campo, como tu padre y tu abuelo? -le preguntó el
patrón.
-Disculpe, señor, pero quiero ser carabinero -rogó Esteban García.
Trueba recordó que aún le debía la recompensa por delatar a Pedro Tercero García y
decidió que ésa era una buena ocasión de saldar la deuda y, de paso, tener un servidor
en la policía. «Nunca se sabe, de repente puedo necesitarlo», pensó. Se sentó en su
pesado escritorio, tomó una hoja de papel con membrete del Senado, redactó la
recomendación en los términos habituales y se la pasó al joven que aguardaba de pie.
-Toma, hijo. Me alegro que hayas elegido esa profesión. Si lo que quieres es andar
armado, entre ser delincuente o ser policía, es mejor ser policía, porque tienes
impunidad. Voy a llamar por teléfono al comandante Hurtado, es amigo mío, para que
te den la beca. Si necesitas algo, avísame.
-Muchas gracias, patrón.
-No me lo agradezcas, hijo. Me gusta ayudar a mi gente.
Lo despidió con una palmadita amistosa en el hombro.
-¿Por qué te pusieron Esteban? -le preguntó en la puerta.
-Por usted, señor -respondió el otro enrojeciendo.
Trueba no le dio un segundo pensamiento al asunto. A menudo los inquilinos usaban
los nombres de sus patrones para bautizar a los hijos, como señal de respeto.
Clara murió el mismo día que Alba cumplió siete años. El primer anuncio de su
muerte fue perceptible sólo para ella. Entonces comenzó a hacer secretas disposiciones
para partir. Con gran discreción distribuyó su ropa entre los sirvientes y la leva de
protegidos que siempre tenía, dejándose lo indispensable. Ordenó sus papeles,
rescatando de los rincones perdidos sus cuadernos de anotar la vida. Los ató con
cintas de colores, separándolos por acontecimientos y no por orden cronológico porque
lo único que se había olvidado de poner en ellos eran las fechas y en la prisa de su
última hora decidió que no podía perder tiempo averiguándolas. Al buscar los
cuadernos fueron apareciendo las joyas en cajas de zapatos, en bolsas de medias y en
el fondo de los armarios donde las había puesto desde la época en que su marido se
las regaló pensando que con eso podía alcanzar su amor. Las colocó en una vieja
calceta de lana, la cerró con un alfiler imperdible y se las entregó a Blanca.
-Guarde esto, hijita. Algún día pueden servirle para algo más que disfrazarse -dijo.
Blanca lo comentó con Jaime y éste comenzó a vigilarla. Notó que su madre hacía
una vida aparentemente normal, pero que casi no comía. Se alimentaba de leche y
unas cucharadas de miel. Tampoco dormía mucho, pasaba la noche escribiendo o
vagando por la casa. Parecía irse desprendiendo del mundo, cada vez más ligera, más
transparente, más alada.
-Cualquier día de éstos va a salir volando -dijo Jaime preocupado.
De pronto comenzó a asfixiarse. Sentía en el pecho el galope de un caballo
enloquecido y la ansiedad de un jinete que va a toda prisa contra el viento. Dijo que
era el asma, pero Alba se dio cuenta que ya no la llamaba con la campanita de plata
para que la curara con abrazos prolongados. Una mañana vio a su abuela abrir las
jaulas de los pájaros con inexplicable alegría.
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