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La casa de los espíritus
Isabel Allende
gato gordo y negro que observa sentado como un gran señor. Influencia de Chagall,
dice el catálogo del museo, pero no es así. Corresponde exactamente a la realidad que
el artista vivió en la casa de Clara. Ésa fue la época en que actuaban con impunidad las
fuerzas ocultas de la naturaleza humana y el buen humor divino, provocando un
estado de emergencia y sobresalto en las leyes de la física y la lógica. Las
comunicaciones de Clara con las almas vagabundas y con los extraterrestres, ocurrían
mediante la telepatía, los sueños y un péndulo que ella usaba para tal fin,
sosteniéndolo en el aire sobre un alfabeto que colocaba ordenadamente en la mesa.
Los movimientos autónomos del péndulo señalaban las letras y formaban los mensajes
en español y esperanto, demostrando así que son los únicos idiomas que interesan a
los seres de otras dimensiones, y no el inglés, como decía Clara en sus cartas a los
embajadores de las potencias angloparlantes, sin que ellos le contestaran jamás, así
como tampoco lo hicieron los sucesivos ministros de Educación a los cuales se dirigió
para exponerles su teoría de que en vez de enseñar inglés y francés en las escuelas,
lenguas de marineros, mercachifles y usureros, se obligara a los niños a estudiar
esperanto.
Alba pasó su infancia entre dietas vegetarianas, artes marciales niponas, danzas del
Tibet, respiración yoga, relajación y concentración con el profesor Hausser y muchas
otras técnicas interesantes, sin contar los aportes que hicieron a su educación los dos
tíos y las tres encantadoras señoritas Mora. Su abuela Clara se las arreglaba para
mantener rodando aquel inmenso carromato lleno de alucinados en que se había
convertido su hogar, aunque ella misma no tenía ninguna habilidad doméstica y
desdeñaba las cuatro operaciones hasta el punto de olvidarse de sumar, de modo que
la organización de la casa y las cuentas cayeron en forma natural en manos de Blanca,
quien repartía su tiempo entre las labores de mayordomo de aquel reino en miniatura
y su taller de cerámica al fondo del patio, último refugió para sus pesares, donde hacía
clases tanto para mongólicos, como para señoritas, y fabricaba sus increíbles
Nacimientos de monstruos que, contra toda lógica, se vendían como pan salido del
horno.
Desde muy pequeña Alba tuvo la responsabilidad de poner flores frescas en los
jarrones. Abría las ventanas para que entrara a raudales la luz y el aire pero las flores
no alcanzaban a durar hasta la noche, porque el vozarrón de Esteban Trueba y sus
bastonazos, tenían el poder de espantar a la naturaleza. A su paso huían los animales
domésticos y las plantas se ponían mustias. Blanca criaba un gomero traído del Brasil,
una mata escuálida y tímida cuya única gracia era su precio: se compraba por hojas.
Cuando oían llegar al abuelo, el que estaba más cerca corría a poner el gomero a salvo
en la terraza, porque apenas el viejo entraba a la pieza, la planta agachaba las hojas y
empezaba a exhumar por el tallo un llanto blancuzco como lágrimas de leche. Alba no
iba al colegio porque su abuela decía que alguien tan favorecido por los astros como
ella, no necesitaba más que saber leer y escribir, y eso podía aprenderlo en la casa. Se
apuró tanto en alfabetizarla, que a los cinco años la niña leía el periódico a la hora del
desayuno para comentar las noticias con su abuelo, a los seis había descubierto los
libros mágicos de los baúles encantados de su legendario tío bisabuelo Marcos y había
entrado de lleno en el mundo sin retorno de la fantasía. Tampoco se preocuparon de
su salud, porque no creían en beneficios de vitaminas y decían que las vacunas eran
para las gallinas. Además, su abuela estudió las líneas de su mano y dijo que tendría
salud de fierro y una larga vida. El único cuidado frívolo que le prodigaron fue peinarla
con Bayrum para mitigar el tono verde oscuro que tenía su pelo al nacer, a pesar de
que el senador Trueba decía que había que dejárselo así, porque ella era la única que
había heredado algo de la bella Rosa, aunque desafortunadamente era sólo el color
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