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La casa de los espíritus
Isabel Allende
revoloteando en círculos sobre su cuerpo inerte. Tantas veces lo soñó, que fue una
sorpresa cuando muchos años después tuvo que ir a reconocer el cadáver del que creía
su padre, en un depósito de la Morgue Municipal. Entonces Alba era una joven
valerosa, de temperamento audaz y acostumbrada a las adversidades, de modo que
fue sola. La recibió un practicante de delantal blanco, que la condujo por los largos
pasillos del antiguo edificio hasta una sala grande y fría, cuyos muros estaban pintados
de gris. El hombre del delantal blanco abrió la puerta de una gigantesca nevera y
extrajo una bandeja sobre la cual yacía un cuerpo hinchado, viejo y de color azulado.
Alba lo miró con atención, sin encontrar ningún parecido con la imagen que había
soñado tantas veces. Le pareció un tipo común y corriente, con aspecto de empleado
de Correos, se fijó en sus manos: no eran las de un noble caballero, fino e inteligente,
sino las de un hombre que no tiene nada interesante que contar. Pero sus documentos
eran una prueba irrefutable de que aquel cadáver azul y triste era Jean de Satigny que
no murió de fiebre en las dunas doradas de una pesadilla de infancia, sino
simplemente de una apoplejía al cruzar la calle en su vejez. Pero todo eso ocurrió
mucho después. En los tiempos en que Clara estaba viva, cuando Alba era todavía una
niña, la gran casa de la esquina era un mundo cerrado, donde ella creció protegida
hasta de sus propias pesadillas.
Alba no había cumplido aún dos semanas de vida, cuando Amanda se fue de la gran
casa de la esquina. Había recuperado sus fuerzas y no tuvo dificultad en adivinar el
anhelo en el corazón de Jaime. Tomó a su hermanito de la mano y partió tal como
había llegado, sin ruido y sin promesas. La perdieron de vista y el único que pudo
buscarla, no quiso hacerlo para no herir a su hermano. Sólo por casualidad Jaime
volvió a verla muchos años después, pero entonces ya era tarde para ambos. Después
que ella se fue, Jaime ahogó la desesperación en sus estudios y en el trabajo. Regresó
a sus antiguos hábitos de anacoreta y no aparecía casi nunca por la casa. No volvió a
mencionar el nombre de la joven y se distanció para siempre de su hermano.
La presencia de su nieta en la casa dulcificó el carácter de Esteban Trueba. El
cambio fue imperceptible, pero Clara lo notó. Lo delataban pequeños síntomas: el brillo
de su mirada cuando veía a la niña, los costosos regalos que le traía, la angustia si la
oía llorar. Eso, sin embargo, no lo acercó a Blanca. Las relaciones con su hija nunca
fueron buenas y desde su funesto matrimonio estaban tan deterioradas, que sólo la
cortesía obligatoria impuesta por Clara les permitía vivir bajo el mismo techo.
En esa época la casa de los Trueba tenía casi todos los cuartos ocupados y
diariamente se ponía la mesa para la familia, los invitados y un puesto de sobra para
quien pudiera llegar sin anunciarse. La puerta principal estaba abierta en permanencia,
para que entraran y salieran los que vivían de allegados y las visitas. Mientras el
senador Trueba procuraba enmendar los destinos de su país, su mujer navegaba
hábilmente por las agitadas aguas de la vida social y por las otras, sorprendentes, de
su camino espiritual. La edad y la práctica acentuaron la capacidad de Clara para
adivinar lo oculto y mover las cosas a la distancia. Los estados de ánimo exaltados la
conducían con facilidad a trances en los cuales podía desplazarse sentada en su silla
por toda la habitación, como si hubiera un motor oculto bajo el asiento del mueble. En
esos días, un joven artista famélico, acogido en la casa por misericordi