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La casa de los espíritus
Isabel Allende
antigua mansión que había pertenecido a una de las grandes fortunas de los tiempos
del salitre, antes que se inventara el sustituto sintético que envió toda la región al
carajo. La casa estaba algo mustia y abandonada, como todo lo demás por allí,
necesitaba algunas reparaciones, pero conservaba intacta su dignidad de antaño y su
encanto de fin de siglo. El conde la decoró a su gusto, con un refinamiento equívoco y
decadente que sorprendió a Blanca, acostumbrada a la vida de campo y a la sobriedad
clásica de su padre. Jean colocó sospechosos jarrones de porcelana china que en lugar
de flores contenían plumas teñidas de avestruz, cortinas de damasco con drapeados y
borlas, almohadones con flecos y pompones, muebles de todos los estilos, arrimos
dorados, biombos y unas increíbles lámparas de pie, sostenidas por estatuas de loza
representando negros abisinios en tamaño natural, semidesnudos, pero con babuchas
y turbantes. La casa siempre estaba con las cortinas corridas, en una tenue penumbra
que lograba detener la luz implacable del desierto. En los rincones Jean puso pebeteros
orientales donde quemaba yerbas perfumadas y palitos de incienso que al comienzo le
revolvían el estómago a Blanca, pero pronto se acostumbró. Contrató varios indios
para su servicio, además de una gorda monumental que hacía el oficio de la cocina, a
quien entrenó para preparar las salsas muy aliñadas que a él le gustaban, y una
mucama coja y analfabeta para atender a Blanca. A todos puso vistosos uniformes de
opereta, pero no pudo ponerles zapatos, porque estaban habituados a andar descalzos
y no los resistían. Blanca se sentía incómoda en esa casa y tenía desconfianza de los
indios inmutables que la servían desganadamente y parecían burlarse a sus espaldas.
A su alrededor circulaban como espíritus, deslizándose sin ruido por las habitaciones,
casi siempre desocupados y aburridos. No respondían cuando ella les hablaba como si
no comprendieran el castellano, y entre sí hablaban en susurros o en dialectos del
altiplano. Cada vez que Blanca comentaba con su marido las extrañas cosas que veía
entre los sirvientes, él decía que eran costumbres de indios y que no había que
hacerles caso. Lo mismo contestó Clara por carta cuando ella le contó que un día vio a
uno de los indios equilibrándose en unos sorprendentes zapatos antiguos con tacón
torcido y lazo de terciopelo, donde los anchos pies callosos del hombre se mantenían
encogidos. «El calor del desierto, el embarazo y tu deseo inconfesado de vivir como
una condesa, de acuerdo a la alcurnia de tu marido, te hacen ver visiones, hijita»,
escribió Clara en broma, y agregó que el mejor remedio contra los zapatos Luis XV era
una ducha fría y una infusión de manzanilla. Otra vez Blanca encontró en su plato una
pequeña lagartija muerta que estuvo a punto de llevarse a la boca. Apenas se repuso
del susto y consiguió sacar la voz, llamó a gritos a la cocinera y le señaló el plato con
un dedo tembloroso. La cocinera se aproximó bamboleando su inmensidad de grasa y
sus trenzas negras, y tomó el plato sin comentarios. Pero en el momento de volverse,
Blanca creyó sorprender un guiño de complicidad entre su marido y la india. Esa noche
se quedó despierta hasta muy tarde, pensando en lo que había visto, hasta que al
amanecer llegó a la conclusión de que lo había imaginado. Su madre tenía razón: el
calor y el embarazo la estaban trastornando.
Los cuartos más apartados de la casa fueron destinados a la manía de Jean por la
fotografía. Allí instaló sus lámparas, sus trípodes, sus máquinas. Rogó a Blanca que no
entrara jamás sin autorización a lo que bautizó «el laboratorio», porque, según explicó,
se podían velar las placas con la luz natural. Puso llave a la puerta y andaba con ella
colgando de una leontina de oro, precaución del todo inútil, porque su mujer no tenía
prácticamente ningún interés en lo que la rodeaba y mucho menos en el arte de la
fotografía.
A medida que engordaba, Blanca iba adquiriendo una placidez oriental contra la cual
se estrellaron los intentos de su marido por incorporarla a la sociedad, llevarla a
fiestas, pasearla en coche o entusiasmarla por la decoración de su nuevo hogar.
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