LA CASA DE LOS ESPÍRITUS ALLENDE ISABEL - La Casa De Los Espiritus.PDF | Page 149

La casa de los espíritus Isabel Allende visto en otras ocasiones, y luego procedió a explicar, en su relamido español desprovisto de erres, que no tenía ninguna inclinación especial por el matrimonio, puesto que era un hombre enamorado solamente de las artes, las letras y las curiosidades científicas, y que, por lo tanto, no intentaba molestarla con requerimientos de marido, de modo que podrían vivir juntos, pero no revueltos, en perfecta armonía y buena educación. Aliviada, Blanca le tiró los brazos al cuello y lo besó en ambas mejillas. -¡Gracias, Jean! -exclamó. -No hay de qué -replicó él cortésmente. Se acomodaron en la gran cama de falso estilo Imperio, comentando los pormenores de la fiesta y haciendo planes para su vida futura. -¿No te interesa saber quién es el padre de mi hijo? -preguntó Blanca. -Yo lo soy -respondió Jean besándola en la frente. Se durmieron cada uno para su lado, dándose la espalda. A las cinco de la mañana Blanca despertó con el estómago revuelto debido al olor dulzón de las flores con que Esteban Trucha había decorado la cámara nupcial. Jean de Satigny la acompañó al baño, le sostuvo la frente mientras se doblaba sobre el excusado, la ayudó a acostarse y sacó las flores al pasillo. Después se quedó desvelado el resto de la noche leyendo La filosofía del tocador, del marqués de Sade, mientras Blanca suspiraba entre sueños que era estupendo estar casada con un intelectual. Al día siguiente Jean fue al banco a cambiar un cheque de su suegro y pasó casi todo el día recorriendo las tiendas del centro para comprarse el ajuar de novio que consideró apropiado para su nueva posición económica. Entretanto, Blanca, aburrida de aguardarlo en el hall del hotel, decidió ir a visitar a su madre. Se colocó su mejor sombrero de mañana y partió en un coche de alquiler a la gran casa de la esquina, donde el resto de su familia estaba almorzando en silencio, todavía rencorosos y cansados por los sobresaltos de la boda y la resaca de las últimas peleas. Al verla entrar al comedor, su padre dio un grito de horror. -¡Qué hace aquí, hija! -rugió. -Nada... vengo a verlos... -murmuró Blanca aterrada. -¡Está loca! ¿No se da cuenta que si alguien la ve, van a decir que su marido la devolvió en plena luna de miel? ¡Van a decir que no era virgen! -Es que no lo era, papá. Esteban estuvo a punto de cruzarle la cara de un bofetón, pero Jaime se puso por delante con tanta determinación, que se limitó a insultarla por su estupidez. Clara, inconmovible, llevó a Blanca hasta una silla y le sirvió un plato de pescado frío con salsa de alcaparras. Mientras Esteban seguía gritando y Nicolás iba a buscar el coche para devolverla a su marido, ellas dos cuchicheaban como en los viejos tiempos. Esa misma tarde Blanca y Jean tomaron el tren que los llevó al puerto. Allí se embarcaron en un transatlántico inglés. Él vestía un pantalón de lino blanco y una chaqueta azul de corte marinero, que combinaban a la perfec