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La casa de los espíritus
Isabel Allende
siempre era el último en irse, de modo que pudo entrar sin dificultad, pero se sentía
como un ladrón, porque no habría podido explicar su presencia allí a esa hora tardía.
Desde hacía tres días, estudiaba cuidadosamente cada paso de la intervención que iba
a efectuar. Podía repetir cada palabra del libro en el orden correcto, pero eso no le
daba más seguridad. Estaba temblando. Procuraba no pensar en las mujeres que había
visto llegar agonizando a la sala de emergencia del hospital, a las que había ayudado a
salvar en ese mismo consultorio y las otras, las que habían muerto lívidas, en esas
camas, con un río de sangre fluyendo entre las piernas, sin que la ciencia pudiera
hacer nada para evitar que se les escapara la vida por ese grifo abierto. Conocía el
drama de muy cerca, pero hasta ese momento nunca había tenido que plantearse el
conflicto moral de ayudar a una mujer desesperada. Y mucho menos a Amanda.
Encendió las luces, se puso la blanca túnica de su oficio, preparó el instrumental
repasando en alta voz cada detalle que había memorizado. Deseaba que ocurriera una
desgracia monumental, un cataclismo que sacudiera el planeta en sus cimientos, para
que no tuviera que hacer lo que iba a hacer. Pero nada ocurrió hasta la hora señalada.
Entretanto, Nicolás había ido a buscara Amanda en el viejo Covadonga, que apenas
andaba a tropezones con sus tuercas, en medio de una humareda negra de aceite
quemado, pero que aún servía para los trances de emergencia. Ella lo estaba
esperando sentada en la única silla de su cuarto tomada de la mano de Miguel,
sumidos en una mutua complicidad de la cual, como siempre, Nicolás se sintió
excluido. La joven se veía pálida y demacrada, debido a los nervios y a las últimas
semanas de malestares e incertidumbres que había soportado, pero más tranquila que
Nicolás, que hablaba atropelladamente, no podía estarse quieto y se esforzaba por
animarla con una alegría fingida y con bromas inútiles. Le había llevado de regalo un
anillo antiguo de granates y brillantes que había sacado del cuarto de su madre, en la
seguridad de que ella nunca lo echaría de menos y, aunque lo viera en la mano de
Amanda, sería incapaz de reconocerlo, porque Clara no llevaba la cuenta de esas
cosas. Amanda se lo devolvió con suavidad.
-Ya ves, Nicolás, eres un niño -dijo sin sonreír.
En el momento de salir, el pequeño Miguel se puso un poncho y se aferró a la mano
de su hermana. Nicolás tuvo que recurrir primero a su encanto y luego a la fuerza
bruta para dejarlo en manos de la patrona de la pensión, que en los últimos días había
sido definitivamente seducida por el supuesto primo de su pensionista, y, contra sus
propias normas, había aceptado cuidar al niño esa noche.
Hicieron el trayecto sin hablar, cada uno sumido en sus temores. Nicolás percibía la
hostilidad de Amanda como una pestilencia que se hubiera instalado entre los dos. En
los últimos días ella había alcanzado a madurar la idea de la muerte y la temía menos
que al dolor y a la humillación que esa noche tendría que soportar. Él conducía el
Covadonga por un sector desconocido de la ciudad, callejuelas estrechas y oscuras,
donde se amontonaba la basura junto a los altos muros de las fábricas, en un bosque
de chimeneas que le cerraban el paso al color del cielo. Los perros vagos husmeaban la
mugre y los mendigos dormían envueltos en periódicos en los nichos de las puertas. Le
sorprendió que ése fuera el escenario diario de las actividades de su hermano.
Jaime los estaba esperando en la puerta del consultorio. El delantal blanco y su
propia ansiedad le daban un aire mucho mayor. Los llevó a través de un laberinto de
helados corredores hasta la sala que había preparado, procurando distraer a Amanda
de la fealdad del lugar, para que no viera las toallas amarillentas en los tarros
esperando la lavandería del lunes, las palabrotas garabateadas en los muros, las
baldosas sueltas y las oxidadas cañerías que goteaban incansablemente. En la puerta
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