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La casa de los espíritus
Isabel Allende
-Amanda está embarazada -dijo Nicolás sin preámbulos.
Tuvo que repetirlo, porque Jaime se quedó inmóvil, en la misma actitud huraña que
siempre tenía, sin que ni un solo gesto delatara que lo había oído. Pero por dentro la
frustración estaba ahogándolo. En silencio llamaba a Amanda por su nombre,
aferrándose a la dulce resonancia de esa palabra para mantener el control. Era tanta
su necesidad de tener viva la ilusión, que llegó a convencerse de que Amanda sostenía
con Nicolás un amor infantil, una relación limitada a paseos inocentes tomados de la
mano, a discusiones alrededor de una botella de ajenjo, a los pocos besos fugaces que
él había sorprendido.
Se había negado a la verdad dolorosa que ahora tenía que enfrentar.
-No me lo cuentes. No tengo nada que ver con eso -replicó apenas pudo sacar la
voz.
Nicolás se dejó caer sentado a los pies de la cama, hundiendo la cara entre las
manos.
-¡Tienes que ayudarla, por favor! -suplicó.
Jaime cerró los ojos y respiró con ansias, esforzándose por controlar esos alocados
sentimientos que lo impulsaban a matar a su hermano, a correr a casarse él mismo
con Amanda, a llorar de impotencia y decepción. Tenía la imagen de la joven en la
memoria, tal como se le aparecía cada vez que la zozobra del amor lo derrotaba. La
veía entrando y saliendo de la casa, como una ráfaga de aire puro, llevando a su
hermanito de la mano, oía su risa en la terraza, olía el imperceptible y dulce aroma de
su piel y su pelo cuando pasaba por su lado a pleno sol del mediodía. La veía tal como
la imaginaba en las horas ociosas en que soñaba con ella. Y, sobre todo, la evocaba en
ese único momento preciso en que Amanda entró a su dormitorio y estuvieron solos en
la intimidad de su santuario. Entró sin golpear, cuando él estaba echado en el
camastro leyendo, llenó el túnel con el revoloteo de su pelo largo y sus brazos
ondulantes, tocó los libros sin ninguna reverencia y hasta se atrevió a sacarlos de sus
anaqueles sagrados, soplarles el polvo sin el menor respeto y después tirarlos sobre la
cama, parloteando incansablemente, mientras él temblaba de deseo y de s