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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Inmediatamente sus sentimientos dieron un brusco viraje, porque esa posibilidad no
se le había ocurrido. Hasta entonces nunca se había sentido rechazado o abandonado y
en cada amorío había tenido que recurrir a todo su tacto para escabullirse sin herir
demasiado a la muchacha de turno. Pensó en la difícil situación en que se encontraba
Amanda, pobre, sola, esperando un hijo. Pensó que una palabra suya podía cambiar el
destino de la joven, convirtiéndola en la respetable esposa de un Trueba. Estos
cálculos le pasaron por la cabeza en una fracción de segundo, pero enseguida se sintió
avergonzado y enrojeció al sorprenderse sumido en esos pensamientos. De pronto
Amanda le pareció magnífica. Le vinieron a la memoria todos los buenos momentos
que habían compartido, las veces que se echaron en el suelo fumando la misma pipa
para marearse un poco juntos, riéndose de esa yerba que sabía a bosta seca y tenía
muy poco efecto alucinógeno, pero hacía funcionar el poder de la sugestión; de los
ejercicios yoga y la meditación en pareja, sentados frente a frente, en completa
relajación, mirándose a los ojos y murmurando palabras en sánscrito que pudieran
transportarlo al Nirvana, pero que generalmente tenían el efecto contrario y
terminaban escabulléndose de las miradas ajenas, agazapados entre los matorrales del
jardín, amándose como desesperados; de los libros leídos a la luz de una vela
ahogados de pasión y de humo; de las tertulias eternas discutiendo a los filósofos
pesimistas de la posguerra, o concentrándose en mover la mesa de tres patas, dos
golpes para sí, tres para no, mientras Clara se burlaba de ellos. Cayó hincado junto a
la cama suplicando a Amanda que no lo dejara, que lo perdonara, que siguieran juntos
como si nada hubiera pasado, que eso no era más que un accidente desventurado que
no podía alterar la esencia intocable de su relación. Pero ella parecía no escucharlo. Le
acariciaba la cabeza con un gesto maternal y distante.
-Es inútil, Nicolás. ¿No ves que yo tengo el alma muy vieja y tú todavía eres un
niño? Siempre serás un niño -le dijo.
Continuaron acariciándose sin deseo y atormentándose con las súplicas y los
recuerdos. Saboreaban la amargura de una despedida que presentían, pero que
todavía podían confundir con una reconciliación. Ella se levantó de la cama a preparar
tina taza de té para los dos y Nicolás vio que usaba una enagua vieja a modo de
camisa de dormir. Había adelgazado y sus pantorrillas le parecieron patéticas. Andaba
por la habitación descalza, con el chal en los hombros y el pelo revuelto, afanada
alrededor de la hornilla a parafina que había sobre una mesa que le servía como
escritorio, comedor y cocina. Vio el desorden en que vivía Amanda y cayó en cuenta
que hasta entonces ignoraba casi todo de ella. Había supuesto que no tenía más
familia que su hermano, y que vivía con su sueldo escaso, pero había sido incapaz de
imaginar su verdadera situación. La pobreza le parecía un concepto abstracto y lejano,
aplicable a los inquilinos de Las Tres Marías y los indigentes que su hermano Jaime
socorría, pero con los cuales él nunca había estado en contacto. Amanda, su Amanda
tan próxima y conocida, de pronto era una extraña. Miraba sus vestidos, que cuando
ella los llevaba puestos parecían los disfraces de una reina, colgando de unos clavos en
la pared, como trisres ropajes de una mendiga. Veía su cepillo de dientes en un vaso
sobre el lavatorio oxidado, los zapatos del colegio dé Miguel tantas veces embetunados
y vueltos a embetunar, que ya habían perdido la forma original, la vieja máquina de
escribir al lado de la hornilla, los libros entre las tazas, el vidrio roto de una ventana
tapado con un recorte de revista. Era otro mundo. Un mundo cuya existencia no
sospechaba. Hasta entonces a un lado de la línea divisoria estaban los pobres de
solemnidad y al otro la gente como él, entre la que había colocado a Amanda. No sabía
nada de esa silenciosa clase media que se debatía entre la pobreza de cuello y corbata
y el deseo imposible de emular a la canalla dorada a la cual él pertenecía. Se sintió
confuso y abochornado, pensando en las múltiples ocasiones pasadas en que ella
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