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La casa de los espíritus
Isabel Allende
Pero Nicolás desplegó su irresistible sonrisa de seductor, le besó la mano sin
retroceder ante el carmesí descascarado de sus uñas sucias, se extasió con los anillos
y se hizo pasar por un primo hermano de Amanda, hasta que ella, derrotada,
retorciéndose en risitas coquetas y contoneos elefantiásicos, lo condujo por las
polvorientas escaleras hasta el tercer piso y le señaló la puerta de Amanda. Nicolás
encontró a la joven en la cama, arropada con un chal desteñido y jugando a las damas
con su hermano Miguel. Estaba tan verdosa y disminuida, que tuvo dificultad en
reconocerla. Amanda lo miró sin sonreír y no le hizo ni el menor gesto de bienvenida.
Miguel, en cambio, se le paró al frente con los brazos en jarra.
-Por fin vienes -le dijo el niño.
Nicolás se aproximó a la cama y trató de recordar a la cimbreante y morena
Amanda, la Amanda frutal y sinuosa de sus encuentros en la oscuridad de los cuartos
cerrados, pero entre las lanas apelmazadas del chal y las sábanas grises, había una
desconocida de grandes ojos extraviados, que lo observaba con inexplicable dureza.
«Amanda», murmuró tomándole la mano. Esa mano sin los anillos y las pulseras de
plata, parecía tan desvalida como pata de pájaro moribundo. Amanda llamó a su
hermano. Miguel se acercó a la cama y ella le sopló algo al oído. El niño se dirigió
lentamente hacia la puerta y desde el umbral lanzó una última mirada furiosa a Nicolás
y salió, cerrando la puerta sin ruido.
-Perdóname, Amanda -balbuceó Nicolás-. Estuve muy ocupado. ¿Por qué no me
avisaste que estabas enferma?
-No estoy enferma -respondió ella-. Estoy embarazada.
Esa palabra dolió a Nicolás como un bofetón. Retrocedió hasta sentir el vidrio de la
ventana a sus espaldas. Desde el primer momento en que desnudó a Amanda,
tanteando en la oscuridad, enredado en los trapos de su disfraz de existencialista,
temblando de anticipación por las protuberancias y los intersticios que muchas veces
había imaginado sin llegar a conocerlos en su espléndida desnudez, supuso que ella
tendría la experiencia suficiente para evitar que él se convirtiera en padre de familia a
los veintiún años y ella en madre soltera a los veinticinco. Amanda había tenido
amores anteri