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La casa de los espíritus
Isabel Allende
huésped, llegaban los mismos albañiles y añadían otra habitación. Así, la gran casa de
la esquina llegó a parecer un laberinto.
-Algún día esta casa servirá para poner un hotel -decía Nicolás.
-O un pequeño hospital -agregaba Jaime, que empezaba a acariciar la idea de llevar
sus pobres al Barrio Alto.
La fachada de la casa se mantuvo sin alteraciones. Por delante se veían las
columnas heroicas y el jardín versallesco, pero hacia detrás se perdía el estilo. El jardín
trasero era una selva enmarañada donde proliferaban variedades de plantas y flores y
donde alborotaban los pájaros de Clara, junto con varias generaciones de perros y
gatos. Entre aquella fauna doméstica, el único que tuvo alguna relevancia en el
recuerdo de la familia fue un conejo que llevó Miguel, un pobre conejo vulgar, que los
perros lamían constantemente, hasta que se le cayó el pelo, convirtiéndose en el único
calvo de su especie, cubierto por un pellejo tornasoleado que le daba la apariencia de
un reptil orejudo.
A medida que se acercaba la fecha de las elecciones, Esteban Trueba se ponía más y
más nervioso. Había arriesgado todo lo que tenía en su aventura política. Una noche
no aguantó más y fue a golpear la puerta del dormitorio de Clara. Ella le abrió. Estaba
en camisa de dormir y se había puesto los dientes, porque le gustaba mordisquear
galletas mientras escribía en su cuaderno de anotar la vida. A Esteban le pareció tan
joven y hermosa como el primer día que la llevó de la mano a ese dormitorio tapizado
en seda azul y la paró sobre la piel de Barrabás . Sonrió con el recuerdo.
-Disculpa, Clara -dijo sonrojándose como un escolar-. Me siento solo y angustiado.
Quiero estar un rato aquí, si no te importa.
Clara sonrió también, pero no dijo nada. Le señaló el sillón y Esteban se sentó. Se
quedaron un rato callados, compartiendo el plato de galletas y mirándose extrañados,
porque hacía mucho tiempo que vivían bajo el mismo techo sin verse.
-Supongo que sabes lo que me está atormentando -dijo Esteban Trueba finalmente.
Clara asintió con la cabeza.
-¿Crees que voy a salir elegido?
Clara volvió a asentir y entonces Trueba se sintió totalmente aliviado, como si ella le
hubiera dado una garantía escrita. Lanzó una alegre y sonora carcajada, se puso de
pie, la tomó por los hombros y la besó en la frente.
-¡Eres formidable, Clara! Si tú lo dices, seré senador-exclamó.
A partir de esa noche disminuyó la hostilidad entre los dos. Clara siguió sin dirigirle
la palabra, pero él hacía caso omiso de su silencio y le hablaba normalmente,
interpretando sus menores gestos como respuestas. En casos de necesidad, Clara
usaba a los sirvientes o a sus hijos para enviarle mensajes. Se preocupaba del
bienestar de su marido, lo secundaba en su trabajo y lo acompañaba cuando se lo
pedía. Algunas veces le sonreía.
Diez días después, Esteban Trueba fue elegido senador de la República tal como
Clara había pronosticado. Celebró el acontecimiento con una fiesta para sus amigos y
correligionarios, una bonificación en efectivo para sus empleados y para los inquilinos
de Las Tres Marías y un collar de esmeraldas que dejó a Clara sobre la cama junto a
un ramito de violetas. Clara comenzó a asistir a las recepciones sociales y a los actos
políticos, donde su presencia era necesaria para que su marido proyectara la imagen
de hombre sencillo y familiar que gustaba al público y al Partido Conservador. En esas
ocasiones, Clara se colocaba los dientes y algunas joyas que le había regalado
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