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La casa de los espíritus
Isabel Allende
moreno, de facciones casi infantiles, donde la barba parecía un disfraz, sin comprender
qué diablos había visto mi hija en ese peludo ordinario. Tendría unos veinticinco años,
pero al verlo dormido me pareció un muchacho. Tuve que hacer un gran esfuerzo para
controlar el temblor de mis manos y mis dientes. Levanté la escopeta y me adelanté
un par de pasos. Estaba tan cerca, que podía volarle la cabeza sin apuntar, pero decidí
esperar unos segundos para que se me tranquilizara el pulso. Ese momento de
vacilación me perdió. Creo que el hábito de esconderse había afinado el oído a Pedro
Tercero García y el instinto le advirtió el peligro. En una fracción de segundo debe
haber vuelto a la conciencia, pero se quedó con los ojos cerrados, alertó todos los
músculos, tensó los tendones y puso toda su energía en un salto formidable que de un
solo impulso lo dejó parado a un metro del sitio donde se estrelló mi bala. No alcancé a
apuntar de nuevo, porque se agachó, recogió un trozo dé madera y lo lanzó, dando de
lleno en la escopeta, que voló lejos. Recuerdo que sentí una oleada de pánico al verme
desarmado, pero inmediatamente me di cuenta que él estaba más asustado que yo.
Nos observamos en silencio, jadeando, cada uno esperaba el primer movimiento del
otro para saltar. Y entonces vi el hacha. Estaba tan cerca, que podía alcanzarla
estirando apenas el brazo y eso es lo que hice sin pensarlo dos veces. Tomé el hacha y
con un grito salvaje que me salió del fondo de las entrañas, me lancé contra él,
dispuesto a partirlo de arriba abajo con un solo golpe. El hacha brilló en el aire y cayó
sobre Pedro Tercero García. Un chorro de sangre me saltó a la cara.
En el último instante levantó los brazos para detener el hachazo y el filo de la
herramienta le rebanó limpiamente tres dedos de la mano derecha. Con el esfuerzo yo
me fui hacia adelante y caí de rodillas. Se sujetó la mano contra el pecho y salió
corriendo, brincó sobre las pilas de madera y los troncos tirados en el suelo, alcanzó su
caballo, montó de un salto y se perdió con un grito terrible entre las sombras de los
pinos. Dejó atrás un reguero de sangre.
Yo me quedé a cuatro patas en el suelo, acezando. Tardé varios minutos en
serenarme y comprender que no lo había matado. Mi primera reacción fue de alivio,
porque al sentir la sangre caliente que me golpeaba la cara, se me desinfló el odio
súbitamente y tuve que hacer un esfuerzo para recordar por qué quería matarlo, para
justificar la violencia que me estaba ahogando, que me hacía estallar el pecho, zumbar
los oídos, que me nublaba la vista. Abrí la boca desesperado, tratando de meter aire
en los pulmones, y conseguí ponerme en pie, pero empecé a temblar, di un par de
pasos y caí sentado sobre un montón de tablas, mareado, sin poder recuperar el ritmo
de la respiración. Creí que me iba a desmayar, el corazón me saltaba en el pecho como
una máquina enloquecida. Debe de haber transcurrido mucho tiempo, no lo sé. Por
último levanté la vista, me paré y busqué la escopeta.
El niño Esteban García estaba a mi lado, mirándome en silencio. Había recogido los
dedos cortados y los sostenía como un ramo de espárragos sangrientos. No pude
evitar las arcadas, tenía la boca llena de saliva, vomité manchándome las botas,
mientras el chiquillo sonreía impasible.
-¡Suelta eso, mocoso de mierda! -grité golpeándole la mano.
Los dedos cayeron sobre el aserrín, tiñéndolo de rojo.
Recogí la escopeta y avancé tambaleándome hacia la salida. El aire fresco del
atardecer y el perfume agobiador de los pinos me dieron en la cara, devolviéndome el
sentido de la realidad. Respiré con avidez, a bocanadas. Caminé hacia mi caballo con
un gran esfuerzo, me dolía todo el cuerpo y tenía las manos agarrotadas. El niño me
siguió.
Volvimos a Las Tres Marías buscando el camino en la oscuridad, que cayó
rápidamente después que se puso el sol. Los árboles dificultaban la marcha, los
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