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La casa de los espíritus
Isabel Allende
malvada era su sobrino y que dentro de algunos años sería el instrumento de una
tragedia para su familia.
-Dios mío, se murió el viejecito -sollozó inclinándose sobre el cuerpo jibarizado del
anciano que pobló su infancia de cuentos y protegió sus amores clandestinos.
A Pedro García, el viejo, lo enterraron con un velorio de tres días en el que Esteban
Trucha ordenó que no se escatimara el gasto. Acomodaron su cuerpo en un cajón de
pino rústico, con su traje dominguero, el mismo que usó cuando se casó y que se
ponía para votar y recibir sus cincuenta pesos en Navidad. Le pusieron su única camisa
blanca, que le quedaba muy holgada en el cuello, porque la edad lo había encogido, su
corbata de luto y un clavel rojo en el ojal, como siempre que se enfiestaba. Le
sujetaron la mandíbula con un pañuelo y le colocaron su sombrero negro, porque había
dicho muchas veces, que quería quitárselo para saludar a Dios. No tenía zapatos, pero
Clara sustrajo unos de Esteban Trucha, para que todos vieran que no iba descalzo al
Paraíso.
Jean de Satigny se entusiasmó con el funeral, extrajo de su equipaje una máquina
fotográfica con trípode y tomó tantos retratos al muerto, que sus familiares pensaron
que le podía robar el alma ,v, por precaución, destrozaron las placas. Al velatorio
acudieron campesinos de toda la región, porque Pedro García, en su siglo de vida
estaba emparentado con muchos paisanos de provincia. Llegó la meica, que era aún
más anciana que él, con varios indios de su tribu, que a una orden suya comenzaron a
llorar al finado y no dejaron de hacerlo hasta que terminó la parranda tres días
después. La gente se juntó alrededor del rancho del viejo a beber vino, tocar la
guitarra y vigilar los asados. También llegaron dos curas en bicicleta, a bendecir los
restos mortales de Pedro García y a dirigir los ritos fúnebres. Uno de ellos era un
gigante rubicundo con fuerte acento español, el padre José Dulce María, a quien
Esteban Trucha conocía de nombre. Estuvo a punto de impedirle la entrada a su
propiedad, pero Clara lo convenció de que no era el momento de anteponer sus odios
políticos al fervor cristiano de los campesinos. «Por lo menos pondrá algo de orden en
los asuntos del alma», dijo ella. De modo que Esteban Trueba terminó por darle la
bienvenida e invitarlo a que se quedara en su casa con el hermano lego, que no abría
la boca y miraba siempre al suelo, con la cabeza ladeada y las manos juntas. El patrón
estaba conmovido por la muerte del viejo que le había salvado las siembras de las
hormigas y la vida de yapa, y quería que todos recordaran ese entierro como un
acontecimiento.
Los curas reunieron a los inquilinos y visitantes en la escuela, para repasar los
olvidados evangelios y decir una misa por el descanso del alma de Pedro García.
Después se retiraron a la habitación que se les había destinado en la casa patronal,
mientras los demás continuaban la juerga que había sido interrumpida por su llegada.
Esa noche Blanca esperó que se callaran las guitarras y el llanto de los indios y que
todos se fueran a la cama, para saltar por la ventana de su habitación y enfilar en la
dirección habitual, amparada por las sombras. Volvió a hacerlo durante las tres noches
siguientes, hasta que los sacerdotes se fueron. 'Iodos, menos sus padres, se enteraron
de que Blanca se juntaba con uno de ellos en el río. Era Pedro Tercero García, que no
quiso perderse el funeral de su abuelo y aprovechó la sotana prestada para arengar a
los trabajadores casa por casa, explicándoles que las próximas elecciones eran su
oportunidad de sacudir el yugo en que habían vivido siempre. Lo escuchaban
sorprendidos y confusos. Su tiempo se medía por estaciones, sus pensamientos por
generaciones, eran lentos y prudentes. Sólo los más jóvenes, los que tenían radio y
oían las noticias, los que a veces iban al pueblo y conversaban con los sindicalistas,
podían seguir el hilo de sus ideas. Los demás lo escuchaban porque el muchacho era el
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