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La casa de los espíritus
Isabel Allende
al pretendiente que debía consultarlo con Blanca, pero que estaba seguro de que no
habría ningún inconveniente y que, por su parte, se adelantaba a darle la bienvenida a
la familia. Hizo llamar a su hija, que en ese momento estaba enseñando geografía en
la escuela, y se encerró con ella en su despacho. Cinco minutos después se abrió la
puerta violentamente y el conde vio salir a la joven con las mejillas arreboladas. Al
pasar por su lado le lanzó una mirada asesina y volteó la cara. Otro menos tenaz,
habría cogido sus valijas y se habría ido al único hotel del pueblo, pero el conde dijo a
Esteban que estaba seguro de conseguir el amor de la joven, siempre que le dieran
tiempo para ello. Esteban Trueba le ofreció que se quedara como huésped en Las Tres
Marías mientras lo considerara necesario. Blanca nada dijo, pero desde ese día dejó de
comer en la mesa con ellos y no perdió oportunidad de hacer sentir al francés que era
indeseable. Guardó sus vestidos de fiesta y los candelabros de plata y lo evitó
cuidadosamente. Anunció a su padre que si volvía a mencionar el asunto del
matrimonio regresaba a la capital en el primer tren que pasara por la estación y se iba
de novicia a su colegio.
-¡Ya cambiará de opinión! -rugió Esteban Trueba.
-Lo dudo -respondió ella.
Ese año la llegada de los mellizos a Las Tres Marías, fue un gran alivio. Llevaron una
ráfaga de frescura y bullicio al clima oprimente de la casa. Ninguno de los dos
hermanos supo apreciar los encantos del noble francés, a pesar de que él hizo
discretos esfuerzos por ganar la simpatía de los jóvenes. Jaime y Nicolás se burlaban
de sus modales, de sus zapatos de marica y su apellido extranjero, pero Jean de
Satigny nunca se molestó. Su buen humor terminó por desarmarlos y convivieron el
resto del verano amigablemente, llegando incluso a aliarse para sacar a Blanca del
emperramiento en que se había hundido.
-Ya tienes veinticuatro años, hermana. ¿Quieres quedarte para vestir santos?
-decían.
Procuraban entusiasmarla paras que se cortara el pelo y copiara los vestidos que
hacían furor en las revistas, pero ella no tenía ningún interés en esa moda exótica, que
no tenía la menor oportunidad de sobrevivir en la polvareda del campo.
Los mellizos eran tan diferentes entre sí, que no parecían hermanos. Jaime era alto,
fornido, tímido y estudioso. Obligado por la educación del internado, llegó a desarrollar
con los deportes una musculatura de atleta, pero en realidad consideraba que ésa era
una actividad agotadora e inútil. No podía comprender el entusiasmo de Jean de
Satigny por pasar la mañana persiguiendo una bola con un palo para meterla en un
hoyo, cuando era tanto más fácil colocarla con la mano. Tenía extrañas manías que
empezaron a manifestarse en esa época y que fueron acentuándose a lo largo de su
vida. No le gustaba que le respiraran cerca, que le dieran la mano, que le hicieran
preguntas personales, le pidieran libros prestados o le escribieran cartas. Esto
dificultaba su trato con la gente, pero no consiguió aislarlo, porque a los cinco minutos
de conocerlo saltaba a la vista que, a pesar de su actitud atrabiliaria, era generoso,
cándido y tenía una gran capacidad de ternura, que él procuraba inútilmente disimular,
porque lo avergonzaba. Se interesaba por los demás mucho más de lo que quería
admitir, era fácil conmoverlo. En Las Tres Marías los inquilinos lo llamaban «el
patroncito» y acudían a él cada vez que necesitaban algo. Jaime los escuchaba sin
comentarios, contestaba con monosílabos y terminaba dándoles la espalda, pero no
descansaba hasta solucionar el problema. Era huraño y su madre decía que ni siquiera
cuando era pequeño se dejaba acariciar. Desde niño tenía gestos extravagantes, era
capaz de quitarse la ropa que llevaba puesta para dársela a otro, como lo hizo en
varias oportunidades. El afecto y las emociones le parecían signos de inferioridad y
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