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La casa de los espíritus
Isabel Allende
las jovencitas suspiraban al verlo y las madres lo anhelaban como yerno, disputándose
el honor de invitarlo. Los caballeros envidiaban la suerte de Esteban Trueba, que había
sido elegido para el negocio de las chinchillas. La única persona que no se deslumbró
por los encantos del francés y ni se maravilló por su forma de pelar una naranja con
cubiertos, sin tocarla con los dedos, dejando las cáscaras en forma de flor, o su
habilidad para citar a los poetas y filósofos franceses en su lengua natal, era Clara, que
cada vez que lo veía tenía que preguntarle su nombre y se desconcertaba cuando lo
encontraba en bata de seda camino al baño de su propia casa. Blanca, en cambio, se
divertía con él y agradecía la oportunidad de lucir sus mejores vestidos, peinarse con
esmero y arreglar la mesa con la vajilla inglesa y los candelabros de plata.
-Por lo menos nos saca de la barbarie -decía.
Esteban Trueba estaba menos impresionado por la burumballa del noble, que por las
chinchillas. Pensaba cómo diablos no se le había ocurrido la idea de curtirles el pellejo,
en vez de perder tantos años criando esas malditas gallinas que se morían de cualquier
diarrea de morondanga y esas vacas que por cada litro de leche que se les ordeñaba,
consumían una hectárea de forraje y una caja de vitaminas y además llenaban todo de
moscas y de mierda. Clara y Pedro Segundo García, en cambio, no compartían su
entusiasmo por los roedores, ella por razones humanitarias, puesto que le parecía
atroz criarlos para arrancarles el cuero, y él porque nunca había oído hablar de
criaderos de ratones.
Una noche el conde salió a fumar uno de sus cigarrillos orientales, especialmente
traídos del Líbano ¡vaya uno a saber dónde queda eso!, como decía Trueba, y a
respirar el perfume de las flores que subía en grandes bocanadas desde el jardín e
inundaba los cuartos. Paseó un poco por la terraza y midió con la vista la extensión de
parque que se extendía alrededor de la casa patronal. Suspiró, conmovido por aquella
naturaleza pródiga que podía reunir en el más olvidado país de la tierra todos los
climas de su invención, la cordillera y el mar, los valles y las cumbres más altas, ríos
de agua cristalina y una benigna fauna que permitía pasear con toda confianza, con la
certeza de que no aparecerían víboras venenosas o fieras hambrientas, y, para total
perfección, tampoco había negros rencorosos o indios salvajes. Estaba harto de
recorrer países exóticos detrás de negocios de aletas de tiburón para afrodisíacos,
ginseng para todos los males, figuras talladas por los esquimales, pirañas
embalsamadas del Amazonas y chinchillas para hacer abrigos de señora. Tenía treinta
y ocho años, al menos ésos confesaba, y sentía que por fin había encontrado el paraíso
en la tierra, donde podía montar empresas tranquilas con socios ingenuos. Se sentó en
un tronco a fumar en la oscuridad. De pronto vio una sombra agitarse y tuvo la idea
fugaz de que podía ser un ladrón, pero enseguida la desechó, porque los bandidos en
esas tierras estaban tan fuera de lugar como las bestias malignas. Se aproximó con
prudencia y entonces divisó a Blanca, que asomaba las piernas por la ventana y se
deslizaba como un gato por la pared, cayendo entre las hortensias sin el menor ruido.
Vestía de hombre, porque los perros ya la conocían y no necesitaba andar en cueros.
Jean de Satigny la vio alejarse buscando las sombras del alero de la casa y de los
árboles, pensó seguirla, pero tuvo miedo de los mastines y pensó que no había
necesidad de eso para saber dónde iba una muchacha que salta por una ventana en la
noche. Se sintió preocupado, porque lo que acababa de ver ponía en peligro sus
planes.
Al día siguiente, el conde pidió a Blanca Trueba en matrimonio. Esteban, que no
había tenido tiempo para conocer bien a su hija, confundió su plácida amabilidad y su
entusiasmo por colocar los candelabros de plata en la mesa, con amor. Se sintió muy
satisfecho de que su hija,