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La casa de los espíritus
Isabel Allende
adobes de paja y barro cocido por modernos ladrillos, o modificaron el ancho de las
ventanas demasiado estrechas. La única mejora fue incorporar agua caliente en los
baños y cambiar la antigua cocina de leña por un artefacto a parafina al cual, sin
embargo, ninguna cocinera llegó a habituarse y terminó sus días relegado en el patio
para uso indiscriminado de las gallinas. Mientras se construía la casa, improvisaron un
refugio de tablas con techo de zinc, donde acomodaron a Esteban en su lecho de
inválido y desde allí, a través de una ventana, él podía observar los progresos de la
obra y gritar sus instrucciones, hirviendo de rabia por su forzada inmovilidad.
Clara cambió mucho en esos meses. Debió ponerse junto a Pedro Segundo García a
la tarea de salvar lo que pudiera ser salvado. Por primera vez en su vida se hizo cargo,
sin ninguna ayuda, de los asuntos materiales, porque ya no contaba con su marido,
con Férula o con la Nana. Despertó al fin de una larga infancia en la que había estado
siempre protegida, rodeada de cuidados, de comodidades y sin obligaciones. Esteban
Trucha adquirió la maña de que todo lo que comía le caía mal, excepto lo que cocinaba
ella, de modo que pasaba una buena parte del día metida en la cocina desplumando
gallinas para hacer sopitas de enfermo y amasando pan. Tuvo que hacer de enfermera,
lavarlo con una esponja, cambiarle los vendajes, quitarle la bacinilla. Él se puso cada
día más furibundo y despótico, le exigía ponme una almohada aquí, no, más arriba,
tráeme vino, no, te dije que quería vino blanco, abre la ventana, ciérrala, me duele
aquí, tengo hambre, tengo calor, ráscame la espalda, más abajo. Clara llegó a temerlo
mucho más que cuando era el hombre sano y fuerte que se introducía en la paz de su
vida con un olor a macho ansioso, su vozarrón de huracán, su guerra sin cuartel, su
prepotencia de gran señor, imponiendo su voluntad y estrellando sus caprichos contra
el delicado equilibrio que ella mantenía entre los espíritus del Más Allá y las almas
necesitadas del Más Acá. Llegó a detestarlo. Apenas soldaron los huesos y pudo
moverse un poco, le volvió a Esteban el deseo tormentoso de abrazarla y cada vez que
ella pasaba por su lado, le lanzaba un manotazo, confundiéndola en su perturbación de
enfermo con las robustas campesinas que en sus años mozos lo servían en la cocina y
en la cama. Clara sentía que ya no estaba para esos trotes. Las desgracias la habían
espiritualizado y la edad y la falta de amor por su marido, la habían llevado a
considerar el sexo como un pasatiempo algo brutal, que le dejaba adoloridas las
coyunturas y producía desorden en el mobiliario. En pocas horas, el terremoto la hizo
aterrizar en la violencia, la muerte y la vulgaridad y la puso en contacto con las
necesidades básicas, que antes había ignorado. De nada le sirvieron la mesa de tres
patas o la capacidad de adivinar el porvenir en las hojas del té, frente a la urgencia de
defender a los inquilinos de la peste y el desconcierto, a la tierra de la sequía y el
caracol, a las vacas de la fiebre aftosa, a las gallinas del moquillo, a la ropa de la
polilla, a sus hijos del abandono y a su esposo de la muerte y de su propia incontenible
ira. Clara estaba muy cansada. Se sentía sola y confundida y en los momentos de las
decisiones, al único que podía recurrir en busca de ayuda, era a Pedro Segundo García.
Ese hombre leal y silencioso, estaba siempre presente, al alcance de su voz, dando
algo de estabilidad al bamboleo borrascoso que había entrado en su vida. A menudo, al
final del día, Clara lo buscaba para ofrecerle una taza de té. Se sentaban en sillas de
mimbres bajo un alero, a esperar que llegara la noche a aliviar la tensión del día.
Miraban la oscuridad que caía suavemente y las primeras estrellas que comenzaban a
brillar en el cielo, oían croar a las ranas y se quedaban callados. Tenían muchas cosas
que hablar, muchos problemas que resolver, muchos acuerdos pendientes, pero ambos
comprendían que esta media hora en silencio era un premio merecido, sorbían su té
sin apurarse, para hacerlo durar, y cada uno pensaba en la vida del otro. Se conocían
desde hacía más de quince años, estaban cerca todos los veranos, pero en total habían
intercambiado muy pocas frases. Él había visto a la patrona como una luminosa
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