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La casa de los espíritus
Isabel Allende
que había dedicado su vida a cuidar a una anciana que iba pudriéndose
irremisiblemente, atender a Clara fue como entrar en la gloria. La bañaba en agua
perfumada de albahaca y jazmín, la frotaba con una esponja, la enjabonaba, la
friccionaba con agua de colonia, la empolvaba con un hisopo de plumas de cisne y le
cepillaba el pelo hasta dejárselo brillante y dócil como una planta de mar, tal como
antes lo había hecho la Nana.
Mucho antes de que se apaciguara su impaciencia de marido reciente, Esteban
Trueba tuvo que regresar a Las Tres Marías, donde no había puesto los pies desde
hacía más de un año y que, a pesar de los esmeros de Pedro Segundo García,
reclamaba la presencia del patrón. La propiedad, que antes le parecía un paraíso y era
todo su orgullo, ahora le resultaba un fastidio. Miraba las vacas inexpresivas rumiando
en los potreros, la lenta faena de los campesinos repitiendo los mismos gestos cada día
a lo largo de sus vidas, el inmutable marco de la cordillera nevada y la frágil columna
de humo del volcán y se sentía como un preso.
Mientras él estaba en el campo, la vida en la gran casa de la esquina cambiaba para
acomodarse a una suave rutina sin hombres. Férula era la primera en despertar,
porque le había quedado el hábito de madrugar desde la época en que velaba junto a
su madre enferma, pero dejaba dormir a su cuñada hasta tarde. A media mañana le
llevaba personalmente el desayuno a la cama, abría las cortinas de seda azul para que
entrara el sol entre los cristales, llenaba la bañera de porcelana francesa pintada con
nenúfares, dándole tiempo a Clara para sacudirse la modorra saludando por turno a los
espíritus presentes, atraer la bandeja y mojar las tostadas en el chocolate espeso.
Luego la sacaba de la cama acariciándola con cuidados de madre y comentándole las
noticias agradables del periódico, que cada día eran menos, así es que debía llenar las
lagunas con chismes sobre los vecinos, pormenores domésticos y anécdotas
inventadas que Clara encontraba muy bonitas y a los cinco minutos ya no recordaba,
de modo que era posible volver a contarle lo mismo varias veces y ella se divertía
como si fuera la primera.
Férula la llevaba a pasear para que tomara el sol, le hace bien a la criatura; de
compras, para que cuando nazca no le falte nada y tenga la ropa más fina del mundo;
a almorzar al Club de Golf, para que todos vean lo bonita que te has puesto desde que
te casaste con mi hermano; a visitar a tus padres, para que no crean que los has
olvidado; al teatro, para que no pases todo el día encerrada en la casa. Clara se dejaba
conducir con una dulzura que no era imbecilidad, sino distracción y gastaba toda su
capacidad de concentración en inútiles intentos de comunicarse telepáticamente con
Esteban, que no recibía los mensajes, y en perfeccionar su propia clarividencia.
Por primera vez desde que podía recordar, Férula se sentía feliz. Estaba más cerca
de Clara de lo que nunca estuvo de nadie, ni siquiera de su madre. Una persona menos
original que Clara, habría terminado por molestarse con los mimos excesivos y la
constante preocupación de su cuñada, o habría sucumbido a su carácter dominante y
meticuloso. Pero Clara vivía en otro mundo. Férula detestaba el momento en que su
hermano regresaba del campo y su presencia llenaba toda la casa, rompiendo la
armonía que se establecía en su ausencia. Con él en la casa, ella debía ponerse a la
sombra y ser más prudente en la forma de dirigirse a los sirvientes, tanto como en las
atenciones que prodigaba a Clara. Cada noche, en el momento en que los esposos se
retiraban a sus habitaciones, se sentía invadida por un odio desconocido, que no podía
explicar y que llenaba su alma de funestos sentimientos. Para distraerse retomaba el
vicio de rezar el rosario en los conventillos y de confesarse con el padre Antonio.
-Ave María Purísima.
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