mente entre sus dedos para que se los llevara el frío viento que acababa de soltarse.
Cansado y viejo, bajó los peldaños del portal y, con pasos pesados y un corazón toda-
vía más pesado, emprendió la caminata al Jeep.
Apenas había andado unos quince metros vereda arriba cuando sintió que una súbita
ráfaga de aire cálido le llegaba desde atrás. El canto de un ave rompió el gélido silen-
cio. El camino frente a él perdió pronto su cubierta de nieve y hielo, como si alguien lo
hubiera secado soplando. Mack se detuvo y miró mientras a su alrededor el manto
blanco se disolvía, para ser remplazado por una naciente y radiante vegetación. Tres
semanas de primavera se desdoblaron frente a él en treinta segundos. Se frotó los ojos
e intentó serenarse en medio de ese remolino de actividad. Hasta la ligera nieve que
había empezado a caer se convirtió en diminutos capullos perezosamente regados por
el suelo.
Lo que veía, por supuesto, no era posible. Los bancos de nieve se habían desvanecido,
y estivales flores silvestres empezaron a colorear los bordes de la vereda y el bosque
hasta donde alcanzaba su vista. Petirrojos y pinzones se perseguían a toda prisa entre
los árboles. Ardillas comunes y listadas cruzaban ocasionalmente el camino, detenién-
dose algunas para erguirse y mirarlo un momento antes de sumergirse de nuevo en la
maleza. El creyó vislumbrar incluso un gamo joven que emergía de un umbroso claro
en el bosque, pero al mirar bien, había desaparecido. Por si fuera poco, el perfume de
las flores empezó a llenar el aire: no sólo el pasajero aroma de las flores silvestres y de
montaña, sino también la opulencia de las rosas y las orquídeas y otras exóticas fra-
gancias propias de los climas tropicales.
Mack dejó de pensar en su casa. El terror se apoderó de él, como si hubiera abierto la
caja de Pandora y se le arrastrara al centro de la locura, para perderse por siempre.
Tambaleante, volteó con toda cautela, tratando de preservar una traza de cordura.
Se quedó boquiabierto.
Poco, si acaso algo, era lo mismo. La ruinosa cabaña había sido remplazada por una
firme y hermosa casa de troncos, directamente levantada entre él y el lago, que pudo
ver justo sobre el techo. Era de largos troncos descortezados a mano, contorneado ca-
da cual para un ajuste perfecto.
En vez de la sombría y ominosa exuberancia de matorrales, brezos y abrojos, todo lo
que Mack veía ahora tenía la perfección de una tarjeta postal. Humo se abría indolente
paso de la chimenea al cielo de la tarde, señal de actividad adentro. Un camino se ten-
día a y en torno al portal, flanqueado por una cerca blanca de afiladas estacas. Ruido
de risas llegaba desde cerca, tal vez dentro, aunque Mack no estaba seguro.
Quizá en esto consistía experimentar un total colapso psicótico. "Me estoy volviendo
loco", murmuró Mack para sí. "Esto no puede estar sucediendo. No es real".