-No, en serio -continuó Willie-, te estimo, hombre. Habría querido acompañarte, o que
lo hubiera hecho Nan o alguien. Espero que encuentres lo que buscas. Rezaré por ti.
-Gracias, Willie. Yo también te aprecio.
Mack agitó la mano en señal de despedida mientras Willie salía en reversa. Sabía que
su amigo cumpliría su palabra. Tal vez él necesitaría de verdad todas las oraciones po-
sibles.
Miró hasta que Willie dio vuelta en la esquina y se perdió de vista, y luego sacó la nota
de la bolsa de su camisa, la leyó una vez más y la metió en la cajita de hojalata, que
depositó en el asiento del pasajero entre todas las cosas amontonadas ahí. Tras cerrar
las puertas con seguro, volvió a la casa, y a una noche de insomnio.
Mucho antes del amanecer del viernes, Mack ya estaba fuera de la ciudad y viajaba por
la 1-84- Nan había llamado la noche anterior desde la casa de su hermana para avisar
que habían llegado bien, y él no esperaba recibir otra llamada cuando menos hasta el
domingo. Para ese momento probablemente ya estaría de regreso, si no es que en ca-
sa. Por si acaso, transfirió las llamadas del teléfono de casa a su celular, pese a que
quizá éste no recibiría llamadas una vez estando en la Reserva.
Siguió el mismo camino que habían recorrido tres y medio años antes, con cambios
menores: sin tantas pausas triviales y sin hacer escala en las cascadas de Multnomah.
Había echado de su mente todos los recuerdos de ese lugar desde la desaparición de
Missy, secuestrando tranquilamente sus emociones en el sótano con candado de su
corazón.
En el largo tramo hasta la Barranca, sintió que un pánico insidioso empezaba a pene-
trar su conciencia. Había tratado de no pensar qué hacía y limitarse a seguir poniendo
un pie frente a otro; pero, como pasto que brota entre el concreto, sus sentimientos y
temores reprimidos empezaron a asomar de algún modo. Sus ojos se ensombrecían y
sus manos se tensaban en el volante mientras combatía en todas las salidas la tenta-
ción de dar vuelta y regresar a casa. Sabía que iba directo al centro de su dolor, el vór-
tice de la Gran Tristeza, que tanto había disminuido su sensación de estar vivo. Deste-
llos de memoria visual y desgarradores instantes de furia virulenta llegaban entonces
en oleadas, acompañados de un regusto de bilis y sangre en su boca.
Por fin llegó a La Grande, donde cargó gasolina, y luego tomó la Autopista 82, hacia
Joseph. Se sintió a medias tentado de pasar a ver a Tommy, pero decidió no hacerlo.
Entre menos personas pensaran que estaba loco de atar, mejor. Así que sólo volvió a
llenar el tanque y se fue.
El tráfico era ligero, y la Imnaha y las demás pequeñas carreteras estaban notablemen-
te despejadas y secas para esa época del año, mucho más calurosa de lo que Mack
esperaba. Sin embargo, parecía que entre más lejos llegaba, más lento avanzara, co-
mo si la cabaña repeliera de algún modo su acercamiento. El Jeep atravesó el límite de