viaje de regreso a Portland. Y cuando sentía que se vencía, como le sucedió con fre-
cuencia, Vicki o Sarah estaban siempre ahí para llorar y rezar con ella.
Al resultar claro que ya no era precisa su asistencia, los Madison levantaron su cam-
pamento y escenificaron una conmovedora despedida antes de emprender camino al
norte. Jesse le dio a Mack un largo abrazo, y le murmuró que volverían a verse y él no
cesaría de rezar por todos ellos. Anegada en llanto, Sarah se limitó a besar a Mack en
la frente y abrazar a Nan, quien rompió entonces en nuevos sollozos y lamentos. Sarah
cantó algo que Mack no captó en absoluto pero que calmó a su esposa, hasta serenar-
la lo suficiente para que Sarah pudiera irse. Mack no pudo soportar siquiera ver mar-
charse al final a la pareja.
Mientras los Ducette se preparaban para irse, Mack dedicó un minuto a agradecer a
Amber y Emmy que hubieran consolado y acompañado a sus hijos, en especial mien-
tras él no pudo hacerlo. Josh se despidió llorando; había dejado de ser valiente, al me-
nos ese día. Kate, por su parte, se había vuelto una roca, cerciorándose de que todos
tuvieran las direcciones y correos electrónicos de todos. El mundo de Vicki se había
cimbrado por lo sucedido, y casi tuvo que ser arrancada de Nan cuando su propia aflic-
ción amenazó con devastarla. Nan la abrazó, le acarició el cabello y murmuró oracio-
nes en su oído, hasta que estuvo lo bastante sosegada para encaminarse al auto que
la esperaba.
Para el mediodía, todas las familias se habían ido. Mary-anne llevó a Nan y los mucha-
chos a casa, donde habría familiares aguardándolos para cuidarlos y confortarlos.
Mack y Emil se unieron luego al oficial Dalton, para entonces ya simplemente Tommy, y
marcharon a Joseph en su patrulla. Ahí se hicieron de unos sándwiches, que apenas
tocaron, y fueron después a la estación de policía. Tommy Dalton era padre de dos ni-
ñas, la mayor de las cuales tenía apenas cinco años, así que era fácil constatar que es-
te caso tocaba una fibra particular en él. Brindó todas las bondades y cortesías posibles
a sus nuevos amigos, en especial a Mack.
Se presentaba al cabo la parte más difícil: esperar. Mack sentía que se movía en cáma-
ra lenta en el ojo de un huracán de actividad a su alrededor. De todas partes llegaban
informes. Hasta Emil hacía contacto con personas y profesionales conocidos.
El séquito del FBI llegó a media tarde, procedente de oficinas de tres ciudades. Desde
el principio fue obvio que la persona a cargo era la agente especial Wikowsky, menuda,
esbelta, toda fuego y movimiento, y por quien Mack sintió instantánea simpatía. Ella le
devolvió públicamente el favor, y desde ese momento nadie cuestionó la presencia de
Mack en ni siquiera las más íntimas conversaciones o interrogatorios.
Tras establecer su centro de mando en el hotel, la agente del FBI pidió a Mack asistir a
una entrevista formal, de rutina en tales circunstancias, insistió. La agente Wikowsky se
paró detrás del escritorio donde trabajaba y le tendió la mano. Cuando Mack se acercó
para estrechársela, ella tomó la de él entre las suyas y sonrió sombríamente.