Mack asintió con desesperación y Dalton entendió el mensaje.
-Espere un segundo.
El oficial dejó la bolsa con el prendedor y salió del área, permitiendo que Mack lo si-
guiera. De todas formas, ya le había tolerado muchas faltas al protocolo.
-Ajá, listo. ¿Cuál es la primicia de la Catarina? -inquirió el oficial.
-Llevamos cuatro años tratando de atrapar a este sujeto, que hasta ahora hemos ras-
treado en más de nueve estados; no deja de moverse al oeste. Lo llaman el Matachi-
quitas, pero ni a la prensa ni a nadie le hemos revelado el detalle de la Catarina, así
que, por favor, guarde el secreto. Creemos que hasta la fecha es responsable del rapto
y homicidio de al menos cuatro menores, todas ellas niñas, todas ellas de menos de
diez años. Cada ocasión le añade un punto a la Catarina, así que ésta sería la niña
número cinco. Siempre deja un prendedor igual en la escena del secuestro, todos con
el mismo número de modelo, como si hubiera comprado una caja, pero no hemos teni-
do suerte rastreando su origen. Aunque no hemos hallado los cuerpos de ninguna de
esas cuatro niñas ni los forenses han resuelto nada, tenemos razones para creer que
ninguna de ellas sobrevivió. Cada uno de estos crímenes ha tenido lugar en o cerca de
un área para acampar, junto a un parque o reserva estatal. El perpetrador parece ser
un leñador o alpinista experto. En ningún caso ha dejado absolutamente nada, salvo el
prendedor.
-¿Y el vehículo? Tenemos una muy buena descripción de la camioneta verde en la que
se fue.
-Ah, probablemente la encuentren, intacta. Si se trata de nuestro sujeto, habrá sido ro-
bada hace uno o dos días, repintada y llena de equipo de excursionismo, y él la dejará
limpia.
Mientras escuchaba la conversación de Dalton con la agente especial Wikowsky, Mack
sintió desvanecerse la última de sus esperanzas. Se desplomó en el suelo y hundió la
cara en sus manos. ¿Algún día un hombre se había sentido tan cansado como él en
ese momento? Por primera vez desde la desaparición de Missy, se permitió considerar
toda la gama de horrendas posibilidades, que no pudo parar en cuanto comenzaron:
buenas y malas imágenes se revolvían en un desfile mudo pero aterrador. Y aunque
trataba de librarse de ellas, no podía. Algunas eran horribles y espectrales instantáneas
de tortura y dolor: de monstruos y demonios oscuros con dedos de alambre de púas y
afiladas manos; de Missy gritándole a su papá sin que nadie respondiera. Y combina-
dos con esos horrores había destellos de otros recuerdos: la bebé con su taza de
Missy-sippy, como ellos le decían; ebria de pastel de chocolate a los dos años, y la
imagen tan recién formada cuando cayó tranquilamente dormida en brazos de papá.
Persistentes imágenes. ¿Qué diría él en su sepelio? ¿Qué iba decirle a Nan? ¿Cómo
había podido ocurrir eso? ¿Cómo pudo ocurrir, Señor?