zón. De pronto, personas a las que yo creía conocer abrían su vida y tenían conversa-
ciones conmigo que yo no habría creído posibles. En consecuencia, empecé a pensar
que podía imprimir algunos ejemplares adicionales y dárselos a mis amigos. Desafortu-
nadamente, aunque yo tenía entonces tres trabajos, no teníamos dinero extra para im-
primir, y la Navidad llegó sin que yo pudiera hacer siquiera copias para mis hijos.
Si quieres dividir esta historia en tres partes, acabamos de terminar la primera. La se-
gunda parte comenzó un par de días después de la Navidad de 2005, cuando sentí el
impulso de mandar por correo electrónico el manuscrito a un hombre a quien yo había
conocido y con quien había pasado un magnífico día en 2003. Wayne Jacobsen y yo
habíamos mantenido desde entonces una ocasional relación por correo electrónico, y él
era el único autor que yo conocía que escribiera en un género similar al de mi historia.
Su más reciente libro, So You Don't Want to Go to Church Anymore (Así que ya no
quieres ir a la iglesia...) se había publicado meses antes y me había gustado mucho. Le
escribí para decírselo, y añadí mi manuscrito, con esta advertencia: "Por cierto, aquí
está algo en lo que he estado trabajando..." No esperaba que Wayne tuviera tiempo ni
ganas de leerlo, y no me pareció mal. Se trataba más que nada de obedecer lo que
sentí que el Espíritu me pedía hacer, así que no me sorprendió ni incomodó en lo más
mínimo que él me contestara diciéndome que la gente le mandaba toneladas de ma-
nuscritos y que no tenía tiempo para leerlos. Leería al menos unas veinticinco páginas,
pero no podía asegurar que leyera el resto a menos que la historia lo atrapara.
Yo no esperaba volver a saber de él, así que me sorprendió mucho recibir una llamada
telefónica la tarde del lunes siguiente. Él no sólo me informó que "había estado impa-
ciente de imprimir página tras página", sino que, además, no recordaba haber leído na-
da en años ante lo que su inmediata reacción fuera: "Tengo que mandar esto a cinco o
seis personas que conozco". Le dije que podía enviarlo a quien quisiera. Ya lo había
hecho, y dos de las copias habían sido para productores de cine. Me sorprendió. Me
dejó relativamente entusiasmado, pero impactado.
Un par de meses después, yo estaba sentado en casa de Wayne con Brad Cummings
y Bobby Downes hablando de convertir este libro en una película, que esperábamos
que tocara a todo un mundo de corazones ansiosos que quizá no conocían al Dios que
nosotros conocemos. Sabíamos que eso significaba publicar primero el libro, para crear
interés en la película. Durante dos días trabajamos en la historia y produjimos un guión.
Wayne puso su experiencia y conocimientos como autor, y Brad y Bobby poseen habili-
dades en la redacción para cine, mercadotecnia y producción de medios.
Algo especial ocurrió en esa mesa mientras reíamos y llorábamos juntos, orábamos y
discutíamos. Para deleite y sorpresa de todos, descubrieron que yo no tenía la menor
idea de cómo actuar como un autor normal. Me consideraba, en el mejor de los casos,
un autor accidental; y puesto que había escrito la historia como un regalo, no tenía la
menor sensación de ser su dueño. Quería que la historia quedara lo mejor posible, y
estuviera abierta a todas las sugerencias. La subdivisión de la historia reveló áreas que
debían ser trabajadas, y yo regresé a Oregon con una lista de tareas de nueva redac-
ción. Pero más que eso, volví a casa sabiendo que a mi corazón habían entrado tres