-¿Dónde aprendiste a manejar? -lo reprendió Willie-. Ah, sí, ya recuerdo, el chico de
granja no acostumbrado a las intersecciones. Mack, hasta donde sé, debías haber po-
dido oler la respiración del otro tipo a un kilómetro de distancia.
Ahí tendido, viendo divagar a su amigo, Mack trataba de escuchar y comprender cada
palabra, lo cual no hacía.
-Y ahora -continuó Willie-, Nan está más enojada que una avispa y no quiere hablar
conmigo. Me culpa de haberte prestado el Jeep y dejarte ir a la cabaña.
-¿Por qué fui a la cabaña? -preguntó Mack, haciendo un esfuerzo por ordenar sus
ideas-. Todo es muy confuso.
Willie gruñó de desesperación:
-Tienes que decirle que traté de convencerte de no hacerlo.
-¿Lo hiciste?
-No me hagas esto, Mack. Traté de decirte...
Mack sonreía mientras oía despotricar a Willie. Si recordaba algo, era que este hombre
lo estimaba, y el solo hecho de tenerlo cerca lo hacía sonreír. Mack se asustó al darse
cuenta de que Willie se había inclinado hasta muy cerca de su cara.
-¿De veras él estaba ahí? -murmuró Willie, y echó un rápido vistazo alrededor para
cerciorarse de que nadie estuviera oyendo.
-¿Quién? -murmuró Mack-. ¿Y por qué hablamos en voz baja?
-Ya sabes, Dios -insistió Willie-. ¿Estaba en la cabaña?
Mack se divertía.
-Willie -murmuró-, no es un secreto. Dios está en todas partes. Así que también estuvo
en la cabaña.
-Ya lo sé, bruto -estalló Willie- ¿No recuerdas nada? ¿Ni siquiera la noto? La que reci-
biste de Papá y que estaba en tu buzón cuando resbalaste en el hielo y te pegaste.
Fue entonces cuando Mack empezó a atar cabos, y la desarticulada historia empezó a
cristalizar en su mente. Todo cobró
sentido de súbito mientras su mente empezaba a unir los puntos y llenar los detalles: la
nota, el Jeep, el arma, el viaje a la cabaña y cada faceta de ese glorioso fin de semana.
Imágenes y recuerdos empezaron a fluir de nuevo tan poderosamente que él sintió que