A la mañana siguiente en las aldeas, los enfermos se levantaron buenos y sanos. Hubo
enorme alegría y celebración hasta que el joven guerrero descubrió que su amada no-
via no estaba. Cuando la conciencia de lo ocurrido se extendió entre la gente, muchos
emprendieron el viaje al lugar donde sabían que encontrarían a la princesa. Reunidos
en silencio en torno a su destrozado cuerpo al pie del risco, el desconsolado padre
clamó al Gran Espíritu, pidiendo que el sacrificio de su hija se recordara para siempre.
En ese momento empezó a caer agua desde el lugar donde ella había saltado, que se
convertía en fina niebla al llegar a los pies de la gente, formando poco a poco un bello
estanque.
A Missy solía fascinarle este relato, casi tanto como a Mack. Tenía todos los elementos
de una genuina historia de redención, semejante a la de Jesús, que ella conocía tan
bien. Se centraba en un padre que amaba a su única hija y en un sacrificio predicho por
un profeta. La hija daba voluntariamente su vida por amor, y salvaba a su prometido y a
las tribus de ambos de una muerte segura.
Pero esta vez Missy no dijo una sola palabra cuando acabó la historia. En cambio, se
volvió de inmediato y se dirigió a la camioneta, como diciendo: "Bueno, eso fue todo.
Vamonos".
Hicieron una rápida escala para almorzar y una breve pausa en el río Hood, y luego
continuaron su camino, llegando a La Grande en las primeras horas de la tarde. Ahí de-
jaron la I-84 y tomaron la autopista al lago Wallowa, que los llevaría por los últimos
ciento quince kilómetros hasta la ciudad de Joseph. El lago y lugar para acampar a los
que iban estaban apenas unos kilómetros más allá de Joseph, y luego de hallar su pa-
raje todos ayudaron, dejando dispuestas todas las cosas muy poco después, quizá no
exactamente como Nan lo habría preferido, pero en forma práctica de todos modos.
La primera comida fue una tradición de la familia Phillips: espaldilla de res, marinada en
la salsa secreta del tío Joe. Como
postre comieron los brownies que Nan había preparado la noche anterior, cubiertos con
el helado de vainilla que habían empacado a toda prisa en hielo seco.
Esa tarde, sentado entre tres chicos risueños y viendo uno de los espectáculos más
fabulosos de la naturaleza, el corazón de Mack fue invadido por una inesperada ale-
gría. Un atardecer de brillantes colores y figuras opacó a las escasas nubes que, tras
bastidores, esperaban ser las actrices centrales de esa única función. Era un hombre
rico, pensó Mack para sí, en todos los sentidos que en verdad importaban.
Al terminar la cena ya había caído la noche. Los venados -rutinarios visitantes de día, y
a veces un gran fastidio- se habían ido a dormir, dondequiera que lo hiciesen. Su lugar
fue tomado por las calamidades nocturnas: mapaches, ardillas comunes y ardillas ra-
yadas, que ambulaban en bandas buscando cualquier envase a medio abrir. Los excur-
sionistas Phillips lo sabían por experiencia. La primera noche que habían pasado en