-No puedo. No puedo. ¡No lo haré! -aulló Mack, dejando salir en desorden palabras y
emociones.
La mujer permaneció de pie, viendo y esperando. Él la miró al fin, con ojos suplicantes.
-¿Podría ir yo a cambio? Si necesitas torturar a alguien para toda la eternidad, yo iré en
lugar de ellos. ¿Podría ser así? ¿Podría hacerlo yo?
Cayó a sus pies, llorando y suplicando:
-Por favor, déjame ir en lugar de mis hijos. Por favor, lo haría con gusto... Por favor, te
lo ruego. Por favor... Por favor...
-Mackenzie, Mackenzie -murmuró ella, con palabras que sonaron como una cubetada
de agua fresca en un día sofocante. Le acarició suavemente las mejillas mientras lo
ayudaba a levantarse. Por entre las lágrimas que nublaban su vista, él advirtió la ra-
diante sonrisa de ella-. Ahora te pareces a Jesús. Has juzgado bien, Mackenzie. ¡Estoy
tan orgullosa de ti!
-Pero no he juzgado nada -repuso Mack, confundido.
-Claro que lo hiciste. Has juzgado a tus hijos dignos de amor, aun si eso te costara to-
do. Así es como Jesús ama. -Cuando él oyó estas palabras, pensó en su nuevo amigo
esperando en el lago-. Y ahora conoces el corazón de Papá -añadió ella-, quien ama
con perfección a todos sus hijos.
La imagen de Missy destelló al punto en su mente, y Mack se descubrió erizándose de
nuevo. Sin pensarlo, se levantó otra vez de la silla.
-¿Qué pasa, Mackenzie? -preguntó ella.
Él no vio caso en tratar de ocultarlo:
-Comprendo el amor de Jesús, pero Dios es otra historia. No creo que se parezcan en
nada.
-¿No disfrutaste tu rato con Papá? -preguntó ella, sorprendida.
-No, amo a Papá, quienquiera que sea. Es increíble, pero no se parece en nada al Dios
que yo he conocido.
-Tal vez tu comprensión de Dios era equivocada.
-Tal vez. Pero el hecho es que no veo cómo Dios amó con perfección a Missy.
-¿Así que el juicio prosigue? -preguntó ella con voz triste.